JOAQUIM MARIA MACHADO DE ASSIS, SU OBRA DESDE LA DISTANCIA
“Machado es un milagro y los milagros, le dice don Quijote a Sancho, son cosas que rara vez suceden. No obstante, milagro dado, ni Dios lo quita”. Carlos Fuentes.
DESDE LA DISTANCIA – PROVOCACIÓN DEL AUTOR Y COMPROMISO DEL LECTOR
NATURALEZA HUMANA Y LOCURA – ENTRE SU TIEMPO – ORIGEN Y LEGADO
Referencias bibliográficas
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DESDE LA DISTANCIA
Entre Joaquim Machado de Assis (1839 – 1908) y nosotros, distancia geográfica, indudablemente la hay, pero más que eso, él escribe en portugués y yo leo y entiendo, con las dificultades de las imperfecciones humanas, español; por lo tanto, conozco parte de su obra, a través de las traducciones que uno nunca sabe si son buenas o malas, principalmente cuando se és, como en mi caso, tan sólo un cercano pariente de su lengua original, el portugués brasileño, que si pudiéramos hablar, talvez nos entenderíamos. Nos llegan traducciones hechas a partir de ediciones primeras, siguientes o subsiguientes, que ya de por si, las primerísimas, tienen los cambios que suelen hacer los editores, sus correcciones y variantes, dicen sin modificar el sentido de las cosas expresadas por el escritor, pero de repente habrán introducido un signo, una palabra, un ajuste sintáctico, que ha cambiado el original significado de lo escrito y que quizás el autor no pudo revisar suficientemente y si lo hizo, no se percató en su momento del detalle, por insignificante o por el tedio de volver a leer y releer lo escrito, que suele ser un asunto pasado que se necesita superar para volver sobre otro.
Cuenta el único Premio Nobel que escribe en similar lengua, José Saramago,[1] en la Historia del cerco de Lisboa, donde su personaje, Raimundo Silva, corrector de pruebas de una editorial, decide cambiar el curso de la historia al sustituir la palabra “SI” del texto original, por el “NO” en el voluntariamente alterado, entonces, en este caso, la historia será otra. ¿Quién me puede jurar que no existirá en cierto rincón de los textos de Machado, alguna voluntaria o involuntaria alteración de la que nadie se percató por que no eran tan radicales y pasaron inadvertidas? ¿O habrá tenido el autor un disgusto por alguna obra o parte de ella, mal impresa (no me refiero a la forma, sino al contenido), por los cambios inconsultos, las presuntas correcciones y finalmente esa inconveniencia fue tirada al olvido?
Hay otras distancias que nos separan, el implacable tiempo. Ha pasado más de un siglo desde que nos dejó su obra literaria; escribió sus primeros poemas en 1852, cuando apenas tenia trece años, sus cuentos y su primera novela Resurrección en 1872, y la última novela, dicen autobiográfica, Memorial de Aires, en 1908, año cuando fallece a los 69 de edad. El tiempo marca lamentables distancias, aunque muchos dicen que no exista y es tan relativo cuando se mide o se compara. Una cosa es cierta, él estuvo allá, en un momento antes, nosotros aquí, con muchos momentos después. Desde lejos es posible que se pierdan los códigos o detalles con los que se pretende interpretar lo pasado, los símbolos del presente son los nuestros y con ellos buscamos conocer las percepciones anteriores, con los nuevos lentes que nos construimos ahora. Tantas cosas son distintas, la gente de aquel tiempo se ha ido, nuevos paisajes, los viejos recuerdos se confunden entre testimonios y libros que, a pesar de ser historia pasada, siguen presentes. Como escribió Neruda[2] “La misma noche que hace blanquear los mismos árboles. / Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos”. Errores o más bien realidades de esas, serán imposibles de evadir, todo lo contrario, con esas circunstancias trabajaremos porque no nos queda de otra.
No tengo acceso a los manuscritos originales o a las primeras ediciones más cerca de la obra original, ni mucho menos puedo trasladarme a su tiempo y a su Brasil de entonces, para conversar con él y quizás lograr entenderlo, interpretarlo, con la menor subjetividad posible, la que me resulta inseparable y se agudiza ahora por eso que llamamos distancia. Como escribió Pessoa con quien Machado se cruzó en el tiempo y en el lenguaje: “Y todo el mundo es un gran libro abierto / que en ignorada lengua me sonríe”.[3] El mismo Machado en Esaú y Jacob afirma “tan verdad es que las traducciones no valen lo que los originales”, que suelen ser más épicos, sin una sola palabra que desmentir por lo adecuado de las frases con que fueron escritas, tal y como han sido concebidas. Imposibilidades las hay, conviviremos con ellas y haremos desde esta realidad contemporánea lo que se pueda.
Los detalles de las grandes obras se pueden ver de cerca, pero no tan cerca, la línea, el color y la expresión en la pintura, los grosores, los trazos y contexturas de las esculturas, el significado de los textos, sus palabras, las notas con sus sonidos y silencios en las grandes melodías, la grandeza de los hombres, sus hazañas y huellas. La cercanía tiene la virtud de permitir conocer, escuchar, palpar, oler y ver, pero también puede tener el defecto de lo imperceptible, de tan cercano y próximo que resulta. Lo grandioso, sin embargo, puede ser que no se perciba de mejor forma que en la distancia. Se ve el conjunto y lo majestuoso de la obra, su imponencia e imperecedera existencia, cuando esa cercanía cedió irremediablemente su estrechez a la distancia, entonces la prisa habrá pasado y la serenidad que no se inmuta por las circunstancias pasajeras, ni los accidentes de la corriente rutinaria, se presenta, observa y valora. Esa lejanía que se despoja de las neblinas del momento, puede ver mejor el conjunto sin esa vestimenta. Un nuevo ropaje le acompaña, nuestra indelegable subjetividad de percepciones, enfoques y puntos de vista.
Algo más es necesario decir: ¿dónde están sus libros? ¿Por qué ha sido tan difícil encontrar los cuentos y novelas de Machado de Assis en los escaparates de las librerías de América Latina, en esa versión castellana que busco? Son escasos los ejemplares que por allí circulan, muy escondidos están. Uno apareció en un rincón de una librería de La Paz, otro en San Salvador, después de acuciosa búsqueda, entre obras que nadie compraba, unos cuentos en Managua, en Madrid habían unos pocos, en San José, el vendedor de libros no lo conoce, pero buscando y rebuscando allí apareció uno, inmovilizado, opaco y hasta fuera de inventario. Las autopistas electrónicas ofrecen algunas cosas, otras no existen aún disponibles en la lengua que se habla en este vecindario próximo. No es posible encontrar nada completo, sin embargo, siempre por algún lado, allí estaba lo que a pesar de la rareza lo hace universal en este universo próximo ibérico-latino. Todo tan disperso, tan poco disponibles e inaccesibles, no todos sus escritos han sido traducidos al español ¡qué desgracia! Ha sido toda una jornada de búsqueda, prolongada y tediosa. Las editoriales lo han silenciado en sus escasas ediciones para el entorno hispanohablante que lee cada vez menos y compra poco.
¿Será esto una muestra del abandono con que este representativo escritor brasilero ha sido sometido por las barreras temporales e idiomáticas? A pesar de que Brasil se extiende inmenso, desigual y disperso en el mero corazón de América Latina, Machado resulta ausente, casi desconocido, escondido o extinguiéndose de entre estantes empolvados y dispersos de bibliotecas y librerías; anónimo escritor que cuando se nombra suena poco y a veces confundido. Hasta ahora, pareciera que sólo un selecto mundo de escritores lo referencia y lo busca, una élite que podrá entenderlo a pesar de la escasez que sobre él fluye fuera de ese heterogéneo territorio que parece no termina de fusionarse en el continente y sigue marchando a la deriva aunque inseparablemente unido a “la América ingenua que tiene sangre indígena / que aún reza a Jesucristo y aún habla en español”[4].
Se le ha puesto a hablar insuficientemente español, el portugués lo habla bien, mejor aún el brasileño que tiene sus propios laberintos y acertijos, sonidos particulares y vistosos coloridos con sabor a espesa selva, caudalosas aguas, tradición, creencias y danza, hibrides y heterogeneidad de múltiple mestizaje, playa y soleado resplandor. Vamos entonces a atravesar las distancias. En las escuelas de su patria natal es camino obligado a recorrer, lo que podría ser causa de repelo entre los jóvenes estudiantes que encontrarán en su lectura un deber, del que huirán cuando puedan hacerlo; otros, al haberlo descubierto, se refugiarán en el placer absorbente de leerlo, con sus trampas, sus invitaciones tendenciosas, provocaciones irreverentes e inesperados finales. Será entonces una cómoda lectura, salpicada de mágico realismo y de un sereno humor. Obligado y necesario repaso, dice Amado[5] (1986): “Releo siempre a Machado de Assis, especialmente, Memorias póstumas de Brás Cuba, Quincas Borbas, Helena y sus cuentos, que son extraordinarios”.
Es Machado pues, figura gigante que se levanta inolvidable cuando se tiene la oportunidad de conocerle y desempacarle del inexplicable extravío, como reconoce Pablo Antonio Cuadra[6], una gran deuda hay con quien tanto puede enseñarnos, a pesar de permanecer relativamente oculto. Mucho se tiene que aprender de la literatura brasileña en Latinoamérica. Tanto hay que aprender de ahí, mucho enseña, aunque la llama de su vela parpadea agitada por el viento que transcurre y se oculta en un cuarto oscuro, de cuyas rendijas indeteniblemente saldrá el resplandor.
Escribí: “la oportunidad de conocerle”, evidente error que hago notar innecesariamente, porque ustedes ya lo han podido deducir antes, igual comentario pienso haría Machado si fuera él quien narrara, en ese caso sería una “machadiana” corrección. Ahora estoy obligado a corregir. Conocerle no podré jamás. Conoceré lo que de su obra nos llega, en la forma en que es posible que llegue, así de dispersa, con sus impurezas y lejanías. Ella se ha desprendido de él y tiene existencia propia, se vuelve indiferente a la perecedera referencia de su creador. Desprendida de las ataduras materiales, puede moverse de un lado a otro, puede estar al mismo tiempo allá y acá, puede ser vista por nosotros hoy y por los que nos sucederán en estas terrenales circunstancias, ha sido conocida ya por otros, los que compartieron espacios físicos y emotivos con él, los que, desde la distancia, escucharon o leyeron atentos algunas de sus narraciones. Aunque alguien dijo, por su obra los conoceréis, pero de eso no se trata aquí. En Don Casmurro dice “nadie quiere saber nada de modelo, sino de la obra, y la obra es lo que queda”.
Lo último, no tengo ese ingenio, estoy lejos de él, esto es una limitación adicional, tengo la pobreza de mi entendimiento, mi ceguera ante su brillante lucidez. Tengo la curiosa inquietud de la búsqueda y el irremediable reconocimiento del estrecho alcance de mis brazos. Nada, por lo tanto, está ausente de manchas ni distorsiones, si algo no tiene un defecto, tendrá el otro.
Para escribir sobre su obra, hay que escribir su obra misma, cosa que resulta imposible y sin sentido, tomo un lado, una limitada esquina del polígono, desde allí diviso el paisaje, me empino, extiendo la vista hasta donde me sea posible ver. Una diversidad de escenarios se muestran a lo lejos y otros se pierden en el horizonte sin que apenas se noten.
Sobrevivir al tiempo es la mejor prueba de la firme consistencia, el olvido acecha, insiste y persevera, su cómplice transcurre a la par del reloj con la prisa desconcertante que le caracteriza y el descuido que le acompaña o le sigue. Casi ningún escritor deja de tener el riesgo, por muy importante que haya sido, de ser desconocido en las otras lenguas en las que no escribió ni en los tiempos siguientes en los que no vivió, cruzar esas fronteras es señal de grandeza.
La obra de Machado, a pesar de todo ahí está, muy arrinconada, pero fluye, es referencia, aunque remota en nuestro entorno latinoamericano, pero se levanta irreverente de la tumba como, su personaje Brás Cubas para contar sobre su propia obra, que es su vida, pero trasciende a su propia existencia. Esas Memorias póstumas de Brás Cubas (1881) de la que Sergio Ramírez[7] reconoce como excepción al decir que “no hubo ninguna narrativa moderna en América Latina” en esa época, sólo esa extraordinaria novela donde en “todo se trastoca en el orden narrativo”; comenzó a publicarse en un folletín, es una obra de la madurez creativa del escritor. Fue Wilde[8] quien, en esa época, desde otra lengua hizo aquella exclamación: “¡La novela ha muerto!”, afortunadamente no fue así. Hay, sin lugar a dudas, en la obra de Machado, un despertar de la prosa latinoamericana, una brasileñización del portugués, una autenticidad vivificadora, que actualiza y renueva las raíces del lenguaje y hace florecer como si fueran cogollitos tiernos después de las primeras lluvias del mayo en el trópico de nuestras latitudes, la metáfora, la brevedad, el ímpetu creativo, la fluidez coloquial y auténtica. Con él la prosa adquiere un renovado auge, principalmente como narrador, pero también como fundador y Presidente de la Academia Brasileña de las Letras (1897-1908), contribuyendo a dar personalidad propia y actualidad a su portugués natal.
La obra de Machado es reflexiva, revelando las intimidades de la gente y del Brasil de su tiempo, a través de la ficción y de las identidades individuales, tal y como las percibe, narrando e inventando las historias con la sagacidad que le caracteriza, interpretando, desde su propia subjetividad, la condición humana a partir de la observación de los comportamientos de las personas, pero más que eso, del colectivo humano que le rodea. No es ajeno a su entorno, como alguna vez equivocadamente algunos de sus críticos dijeron, pero se convierte en juez imparcial y limita los juicios de valor a lo estrictamente necesario, para terminar de enredar o mas bien comprometer al lector en casi todos sus finales, sin darle la conclusión definitiva, tan solo insinuándole alternativas, sin embargo, empujándolo, provocándolo frecuentemente. Roberto Schwarz dice que Machado “escribe la vida desde la vida misma”, muestra al “narrador volúve”, cambiante que se adapta al lector o a las circunstancias, y por qué no también decir: al tiempo. Por eso no cabe duda, hay que leerlo, a fin de cuentas, ¿quién nos quita lo leído?
PROVOCACIÓN DEL AUTOR Y COMPROMISO DEL LECTOR
Puede ser irónico o provocador, buscar la atención del lector, le sugiere y motiva, o pretende comprometerlo, quiere su complicidad o simplemente manipular su sensibilidad para despojarlo de toda indiferencia, involucrarlo como personaje, como testigo presencial o hasta casi coautor, como uno de esos que está en el escenario y a la vez se ausenta, permanece escondido detrás del telón, pasa bajo el aguacero y no se moja.
En Don Casmurro (1889) escribe: “le ruego que no lea este libro, o, si lo hubiera leído hasta aquí, abandone el resto. Basta cerrarlo; mejor será quemarlo para no tener la tentación de abrirlo otra vez. Si, a pesar del aviso, quiere ir hasta el fin, la culpa es suya; no respondo por el daño que reciba.” ¿Qué pretende el muy estimado escritor Don Machado de Assis? Obviamente no que se deje de leer, sino que sigamos leyendo, juega con el lector y lo invita a la curiosidad, ¿Cuáles son sus oscuras intenciones? Entonces el lector, ahora más inquieto, quiere descubrir el motivo de esa inusual advertencia, que no es única si no que la suele poner de diferentes maneras en alguno que otro de sus escritos. Sin embargo Machado se defiende, justifica que no es él, no suele ser el narrador omnipresente el que ha hecho tales señalamientos, es el Señor Betinho (Benito) Santiago, personaje, protagonista y narrador conocido como Don Casmurro, a quien le ha puesto este apodo un muchacho poeta principiante al que, debido al cansancio cerraba los ojos, no pudo escucharle con atención los versos que le leía mientras viajaban en el tren, los vecinos divulgaron el sobrenombre y le dieron el sentido “de hombre callado y metido”. Su personaje es entonces el que hace la advertencia, quien se dirige al anónimo lector, tantos ignorados lectores que han sido tomados en cuenta y que habrán rondado sus páginas; habrán sido avisados y no acataron el “ruego”, sino que leyeron y volvieron a leer hasta el final. Al ver este apodo, que quedó como nombre del libro, también el inventor del apodo podrá verlo como título de novela; aparece como la narración de la historia de ese hombre que dice no guardarle, a quien le ha dado el sobrenombre, ningún rencor. El mismo autor advierte, por la curiosidad que puede surgir del común lector acucioso, que suele leer con diccionario a la par, o al menos consultarlo ocasionalmente: “No consultes diccionarios. Casmurro no está aquí, en el sentido que éstos le dan…” Casmurro significa “taciturno”, que es callado, que le molesta hablar, triste, melancólico. El “Don” es un agregado atribuido por ironía, que pretende darle “humos de hidalgo”.
Encontraremos los ocasionales saludos como “mi caro lector”, intempestivos señalamientos como decir: “Si no te parece enfático, desagradecido lector, es porque nunca peinaste a una muchacha” y, más adelante: “No te mofes de mis quince años, lector precoz”, o las inesperadas disculpas que en Don Casmurro son particularmente hacia las lectoras: “No me tengas por sacrílego, mi devota lectora”, “Todo esto es oscuro, señora lectora, pero la culpa es de vuestro sexo…”, o “excusa leer el resto del capítulo y del libro; no adivinarás nada más…”. Más adelante vuelve a decir: “La lectora, que aún se acordará de las palabras, si es que me ha leído con atención, quedará extrañada de tamaño olvido…”, entonces, esa lectora o lector, se siente sorprendido, se ve obligado a recordar lo leído o volver a capítulos anteriores en busca de la referencia que por descuido o escaso tiempo, pasó de prisa, después de ser reprendido, sentirá pena por la falta de atención, quedara la sensación de haber sido descubierto, como un niño desaplicado, por la ligereza superficial con que leyó la parte anterior. Un capítulo lo dedica agitadamente a las queridas lectoras, lo tituló: ¡No hagas eso, querida!, por la alta consideración que tuvo el autor en esta brevedad de líneas, lo cito textualmente completo: “La lectora, que es amiga mía y abrió este libro con el fin de descansar de la cavatina de ayer para el vals de hoy, quiere cerrarlo apresuradamente al ver que bordeamos el abismo. No hagas eso, querida; cambio de rumbo”, punto final del único párrafo y del capítulo. También en Memorias Póstumas, dice “Y ahora siento que, si alguna dama ha seguido estas páginas, cierre el libro y no lea las restantes. Para ella se extinguió el interés de mi vida, que era el amor”.
Insinuantes propuestas para remarcar que “Hay conceptos que se deben inculcar en el alma del lector a fuerza de repetir”. Hasta al menos un título tendría que agradecer el muy mencionado lector: el Capítulo XCL, lo ha titulado “Menea la cabeza, lector”, y comienza diciendo: “… haz todos los gestos de incredulidad. Llega incluso a arrojar este libro si el tedio ya no te obligó a ello antes; todo es posible. Pero si no lo has hecho antes y lo haces ahora, confío que vuelvas a coger el libro y lo abras en la misma página, sin creer por ello en la veracidad del autor”. ¿Habrá alguien que, con este directo señalamiento, ha decidido arrojar el libro o se le habrá despertado la inquieta y natural curiosidad de entender el porqué esa insistente necedad del narrador? ¿Qué esconderá después si insiste tanto en que abandone la lectura, de qué me estaré perdiendo? para aclararme la duda, entonces sigo, y volverá nuevamente el repetido e inútil aviso. En un apartado incluye: “El resto de este capítulo es solo para pedir que, si alguien tuviera que leer mi libro con mayor atención de la que exija el precio del ejemplar, no deje de concluir que no es tan feo el diablo como lo pintan”.
No quiere que se piense que lo que ahí se cuenta es ficción, para remarcar lo real de lo contado insiste en señalar que “este libro es pura verdad”. Su compatriota Jorge Amado[9], contrariamente escribe: “no acepto responsabilidad alguna por la exactitud de los hechos, no pongo la mano en el fuego, sólo un loco lo haría”. Tenemos la libertad de creer o no, podremos aceptar como verídico lo ficticio o como ficción lo real, por que a fin de cuentas ¿Qué es la verdad?, ya lo decía Hermann Hess, “no hay realidad que la que tenemos dentro”.[10] Borges[11] confirmaba: “La realidad es como esa imagen nuestra que surge en todos los espejos” Amado más adelante insiste: “porque, verdad, cada uno tiene la suya, razón también, y en el caso que nos ocupa no veo perspectivas de término medio, de acuerdo entre las partes.” Unos versos de Fernando Pessoa, a propósito, decían: “Todo lo que hago o medito / queda siempre a la mitad. / Queriendo quiero el infinito. Haciendo, nada es verdad.
El narrador, quien pretende no ser el escritor, dice estar cansado, agotado de la rutina y entonces “como todo cansa, esa monotonía acabó por aburrirme también. Quise variar, se me ocurrió escribir un libro.” Queda claro, por lo tanto, que la novela resultante, según dice quien cuenta, no es más que la consecuencia de una necesidad para sobrellevar el aburrimiento de la rutina seguida. Reconoce los defectos de su memoria y finalmente dice “Todo, amigo lector, se encuentra fuera de un libro fallido. De esa manera relleno las lagunas ajenas. Así también puedes tú rellenar las mías”. Entonces, ¿para qué leer un libro fallido?, el lector ahora es nuevamente cómplice, puede, con permiso expreso del escritor, involucrarse en la historia, en la que seguramente ya se habrá enredado, de tantos llamados, saludos y regaños que ha tenido, podría estar ahora cansado, hastiado, entusiasmado o ser parte inseparable del texto que lee. Muy considerado agrega “Si encuentras en este libro algún caso de la misma familia, avísame lector para que lo enmiende en la segunda edición; nada hay más feo que ponerles piernas larguísimas a ideas brevísimas”. Sin embargo, parece ser, la segunda edición fue igual, valdría la pena preguntarse si es que ningún lector dio aviso de alguna necesidad de enmienda, o simplemente queda claro que la presunta referencia del párrafo era una expresión ligera para inquietar al lector, para insinuarle cierta provocativa consideración. También insiste sobre la brevedad que ha caracterizado su narración, rechaza lo innecesariamente extenso.
Hay olvidos y omisiones, cosas no dichas y tan sólo imaginadas, imaginaciones que el lector puede continuar si quiere, o simplemente limitarse a lo que expresamente le han contado, en uno de los breves apartados de Don Casmurro dice: “Lector, hubo aquí un gesto que no describo por haberlo olvidado enteramente, pero creo que fue hermoso y trágico”. Entonces la imagen vuela y el lector tiene la libertad de imaginar lo que quiera o no detenerse en olvidos inútiles y continuar; no se recuerda lo que no es importante, ¿para qué distraerse en esa nimiedad? Cierra, en las últimas líneas del capítulo final, para dejar la duda y compartirla con el insistente lector que llega a esperar hasta que se marque el punto final, que aún no hemos dicho de qué trata, pero que, a estas alturas, la novela ya ha dejado suficientemente expresado: “Pero yo creo que no, y estarás de acuerdo conmigo”. El lector se ve obligado ahora a coincidir con el narrador o a estar en total desacuerdo, no puede ser indiferente, toma partido y asume una posición. Nada entre las aguas de la duda y se ve presionado a embarcarse en una de las versiones que no se sabe si es la que quiso el narrador o la que ahora piensa el lector, que, a fin de cuentas, terminan siendo de la misma naturaleza, pero a la vez distintas.
Con todas estas mañas y artimañas, el escritor cumple su cometido de involucrar al lector y relativizar la confesión. Le lleva de la mano, lo suelta o de repente le sorprende distraído o elucubrando, lo jala al texto y después lo vuelve a soltar. Es un “jueguito de ratón” o una sana ironía de abordar la seriedad y la tragedia, sin lágrimas y sin contaminaciones sentimentales, lo más independiente posible de los hechos, para provocar una sonrisa o el ligero agrado por el placer de la lectura, sin traumas ni amarguras.
Sus capítulos suelen ser breves en cuanto a su extensión, muchas veces menos de una página, en ocasiones tres líneas, aunque numerosos en una multitud de apartado: en Don Casmurro, ciento cuarenta y ocho capítulos, Esaú y Jacob, ciento veintiún, Quincas Borba, cuenta con doscientos uno, en Memorias Póstumas de Brás Cubas, ciento sesenta. En esta novela, el Capítulo LV: “El viejo diálogo de Adán y Eva”, en una página de signos de admiración e interrogación y puntos suspensivos, un diálogo quizás de murmullos y gestos, de señas, suspiros, dudas y sobresaltos, sonidos y sensaciones difíciles de graficar en palabras. Cualquier cosa se puede entender, nos remontamos a nuestros propios recuerdos y construimos la historia que adicionamos a la que tenemos escrita enfrente. Para algunos(as) este capítulo se prolongará más del tiempo necesario, otros(as), pasarán la página, buscarán abajo y arriba, pensarán que podrá ser algún error de impresión, descubrirán la trampa, pensarán que es una broma y continuarán. Hay también un capítulo de cuatro líneas, “De Reposo”: “…que este capítulo quede para reposo de mi vergüenza. Una acción grosera, baja, sin explicación posible… Repito, no contaré el caso en esta página”. Señor Machado: ¿Qué es lo que nos iba a contar que dejó pendiente?, quizás ya lo habremos sobreentendido. ¿Por qué darnos tan generosamente este capítulo como un reposo a la lectura o como dice, a su vergüenza?
Una frase incluida por ahí en el texto que dice “bajo aun cuando algún lector circunspecto me detenga para preguntarme si el capítulo anterior es sólo una tontería o si llega a ser tomadura de pelo…”. ¿Saben ustedes a qué se refiere ese apartado anterior?, pues si no lo recuerdan, se los digo: a una mariposa negra, que entró al cuarto del narrador (en este caso Brás Cubas), revoloteó y se posó en su frente, duda si era azul o no y finalmente con un toallazo la remató, termina reconociendo lo bueno que es ser superior a las mariposas. ¿Ahora díganme ustedes colegas lectores si no es realmente una tontería ese capítulo? El autor ya lo sabía, lo escribió para “jocharnos”, ahora escribe lo que supone pensamos y aprovecha para decirnos, irónicamente: “lector circunspecto”. ¿Qué nos queda entonces? Reconocer el ingenio por lo inútil, lo irónico y provocador. Gracias, Don Joaquim Maria.
Lo peor o lo inesperado, un capítulo titulado “Inutilidad”, de una sola línea que dice: “Pero, o estoy muy equivocado, o acabo de escribir un capítulo inútil”. Mi muy apreciado escritor, si pudiera te preguntaría, ¿Qué intención tienes al escribir un capítulo inútil?, ¿acaso insistes en la inutilidad de la vida misma, en la falta de sentido de todo? Acaso encuentras allí un motivo de humor para descargar la angustia del inocente lector(a) ente una penosa circunstancia que te hastía y que nos has involucrado en ella. Inocente tal vez no sea, más bien curioso lector(a), que a pesar de todas las advertencias recibidas, continúa leyendo, intransigente, a tal punto que, habiendo sido cautivado, no hay forma de salirse antes por ningún atajo, hasta que la última página no se cierre y el punto final no quede marcado.
Eso no es todo, un capítulo hay que únicamente tiene título y el resto, cinco líneas de puntos, lo tituló “De cómo no fui Ministro de Estado”, el capítulo no necesita letras para entender que como nunca fue Ministro de Estado, no necesita decir nada, cualquier cosa que diga será una inutilidad más. Otros podrán pensar que es un capítulo que da tregua, un descanso para el lector, a pesar que los cortos capítulos, la precisión de las palabras, la brevedad de las frases, no cansa, pero bueno, el narrador, que hasta ese momento era dueño de lo que escribía, ha querido tener una especial consideración, un capítulo sin letras, solo con puntos, donde podrás detenerte en cada uno de los cien o más puntitos y pensar en el significado que quieras encontrarle, según el gusto, inquietud y necesidad de cada uno. También hay un capítulo sin título, que como todos los anteriores y posteriores tienen uno, resulta raro. En estricta verdad, sí tiene título, el considerado narrador lo marcó con varios puntitos, suspensivos, ¿se le habían agotado los títulos que tenía previstos poner o simplemente ha querido expresar lacónicamente la secuencia, lo continuo y discontinuo, lo siguiente? O como más adelante escribe en Don Casmurro: “Todo acaba, lector; es un viejo aforismo al que se puede añadir que no todo lo que dura dura mucho tiempo”.
En Memorias Póstumas, hace lo mismo “siento que el lector se ha estremecido –o debía estremecerse-.”, más adelante: “Pero, en fin, yo escribo mis memorias y no las tuyas, lector pachorrudo”. ¡Hemos sido ofendidos!, nos ha dicho “pachorrudo”, que es lo mismo que decir indolente, flemático, flojo, perezoso, pero a pesar de eso, seguimos ahí, cruzando páginas, comprometiéndonos hasta el final. Adjetivos calificativos adicionales hay, también nos llama “lector ignaro”, ignorante, nos tragamos la ofensa, y nos da seguidamente como consuelo, un consejo, que guardemos las cartas de la juventud para “conocer la filosofía de las hojas viejas y disfrutar el placer de verse, a lo lejos, en penumbras”, como lo hizo este su otro personaje y también narrador, Brás Cubas, estamos forzosamente involucrados: “como el lector se habrá separado muchas veces de muchas relaciones personales”, entonces el lector rememora, se remonta a su propio pasado y comparte las sensaciones de las separaciones vividas o contadas, ahora es partícipe, entiende por la fuerza de decirlo y sigue leyendo. Pretende descubrirnos algo, ¿Por qué nos refugiamos en la lectura?, él sugiere: “el lector, sin embargo, no se refugia en el libro sino para escaparle a la vida”, ¿nos habrá descubierto o nos obliga a preguntarnos? Al igual que Jorge Luis Borges, que se reconocía como “un lector hedónico”, reconocía que la realidad yacía en los libros; en leer libros, en escribir libros y hablar de libros, creyó que en los libros estaba la felicidad, el conocimiento que tenia del amor provenía, así lo confesó, principalmente en la literatura.
En su novela Esaú y Jacob (1904), sigue conversando con el lector, “no me preguntes la causa de tanto retraimiento en el anuncio…”…” lo mejor es leer con atención”. Vuelve a dirigirse especialmente a las lectoras: “pero, la lectora, además de no creer (no todos creen), puede que no cuente más de veintidós años de edad, y tendrá paciencia para esperar”, hasta dice “tú lectora, amiga mía, aunque seas más vieja y más astuta que ella…”, la invita a ser cómplice con esos aires de ironía que le son indisolubles. También dice: “lectora curiosa”, “lector apresurado”. Llama a la imaginación, a la reflexión, deduce lo que el inquieto lector podría pensar, llega hasta sugerir “un par de anteojos para el lector del libro penetre lo que sea menos claro”, juega con la sensibilidad y pretende alejarse de ella, despojarse de cualquier emotiva reacción, dice no querer “ponerle lágrimas” y suele presentar las escenas con la profundidad del superficial humor, con la agudeza de la indiferencia que parece pasar encima y, sin embargo, ha calado hondo. Más adelante escribe: “No sé quién me lee en esta ocasión. Si es hombre, quizás no entienda en seguida, pero si es mujer creo que entenderá. Si nadie entendiese, paciencia…” Sigue jugando el señor escritor, privilegia a la lectora en su capacidad de comprender, principalmente cuando se trata de asuntos de sentido común o de persuasión, dicen cualidades tan femeninas, sin embargo a fin de cuentas, termina ironizando la expresión y se resigna ante la posibilidad que nadie entienda, siendo obvio, sin embargo, que el lector o la acuciosa lectora, ya habrán agudizado su atención y si no lo han hecho, se verán obligado a regresar al párrafo anterior para no ser considerados en el señalamiento que el necio narrador ha incluido.
No es ajeno Machado a la imborrable huella del simbolismo francés, de Baudelaire, Rimbaud, Mallarmé y Verlaine, donde lo esencial es la sugerencia. Hay una brasileñización de las formas portuguesas o más bien de las francesas. Después de la interiorización vuelve los ojos al mundo exterior. Está presente la preferencia por sugerir o evocar las cosas y los estados de ánimo mediante símbolos, palabras que resultan incompletas, no se les nombra, se les sugiere. No se queda, sin embargo, limitado allí, desata los nudos, vuela libre y rebelde sobre el lienzo de papel que recoge sus letras donde vierte una creativa imaginación. Como escribe Petronio[12]: “Aquí sonríe, sin mezcla de tristeza, la gracia de un estilo limpio, y mi lengua describe sin rodeos el diario vivir de las gentes”.
NATURALEZA HUMANA Y LOCURA
Tuvo la osadía de titular un brevísimo capítulo así: “Que no es serio”, en Memorias Póstumas, y lo vuelve a afirmar en la última línea “Este capítulo no es serio”. Quizás el(a) formal lector(a) buscaba circunspecta seriedad, y se encuentra con que lo que está leyendo no es así, podrá perder la compostura o reír por el ligero sarcasmo, a fin de cuentas, como diría Dario Fo[13], “lo cómico es una especie de juego enloquecido, pero que reafirma la superioridad de la razón. En realidad, lo cómico es ´razón´… Cuando olvidamos emplear la risa, la razón muere por asfixia. La ironía es el oxigeno insustituible de la razón”. La misma virtud de Saramago, con sus imposibles, tan profundos, coloquiales y sonrientes.
Es El Alienista, un cuento largo, una fábula, donde aborda el tema de la locura, no de forma exclusiva, pero si magistralmente expresada. Su obra está plagada por diversas manifestaciones de esa locura humana que asusta tanto y que resulta tan común, rutinaria, con la cual se convive y necesariamente de ella se subsiste. Dicen que, en tiempos remotos, el doctor Simao Bacamarte, el mejor de los médicos de Brasil, Portugal y las Españas, ha llegado a la villa de Itaguaí, después de haber realizado altos estudios en Coimbra y Padua. Ha prestado atención “al rincón psíquico, el examen de la patología cerebral”, afirma que “La salud del alma es la ocupación más digna del médico”. Un hombre estudiado y honorable que pidió permiso al ayuntamiento para “recibir y tratar, en el edificio que iba a construir, a todos los locos de Itaguaí…” Algunos decían, al referirse a las ideas del sabio doctor, que “eso de estudiar siempre, siempre, no es bueno, trastorna el juicio”,… “¿Quién ha visto meter a todos los locos dentro de una misma casa?”. Dijo que “Lo principal de mi obra de la Casa Verde es estudiar profundamente la locura… descubrir al fin la causa del fenómeno y el remedio universal”. Al cabo de unos meses, este centro de encierros era casi un pueblo; fueron clasificados, había locos por causa del amor, por delirio de grandeza, furiosos y mansos, melancólicos, con alucinaciones diversas. De tantos que alojaba que “El terror se acentuó. Ya no se sabía quién estaba sano, ni quién estaba loco”. Había amenazas de rebelión. Comenzó a generalizarse la inquietud de que Bacamarte fuera detenido y deportado. Surgía una inquietud “si tantos hombres que suponemos juiciosos son recluidos por dementes, ¿Quién nos afirma que el alienado no es el alienista?”. La opinión general cree que la mayor parte de los locos allí metidos están en su perfecto juicio. La rebelión produjo alteraciones al orden público y surgió un nuevo gobierno, que reconoció que el asunto era puramente científico. Por ser el terror también padre de la locura, un grupo de revoltosos fueron internados en la Casa Verde.
Todo era locura, pensaba: “La locura objeto de mis estudios era hasta ahora una isla perdida en el océano de la razón; empiezo a sospechar que es un continente”. Hasta la esposa del Doctor fue internada por el propio marido porque comenzó a obsesionarse por el buen vestir, por “manía suntuaria”. Debido a la cantidad de personas internas, el alienista se dirigió a la Cámara y dijo que la verdadera doctrina no era la que había aplicado, sino la contraria, por lo tanto “debía admitir como normal y ejemplar el desequilibrio de las facultades y como hipótesis patológicas todos aquellos casos en que el equilibrio fuera continuo, sin interrupción”. Esto llevó a liberar a todos los que estaban internos y admitir a las personas que se encontraban en condiciones opuestas. De tal forma que afectado de locura era aquel que mostraba un cerebro bien organizado, los modestos, fieles, tolerantes, sencillos, veraces, honrados, pulcros, con excesivas cualidades morales y mentales que dejarlos en la calle era un peligro, locos eran aquellos en quienes predominaba la perfección moral. Todos ellos fueron siendo curados a medida que se le manifestaban los defectos morales comunes.
El sabio fue objeto de homenajes y reconocimientos que no le entusiasmaron, creyó que había descubierto la verdadera locura, pero se sintió preocupado, dudó y llegó a concluir que todo era una perfecta ilusión. Convocó a un consejo de amigos y ninguno le encontró un defecto, le reconocieron sus elevadas cualidades y la modestia, que resalta sobre todas. Bacamarte se puso alegre y a la vez triste y se recluyó en la Casa Verde. Dijo: “El problema es científico, se trata de una doctrina nueva, cuyo primer ejemplo soy yo. Reúno en mi la teoría y la práctica”.
Sergio Pitol[14], en “El viaje” (2000) escribe sobre esas colmenas de “inocentes” donde la razón y el sentido común se adelgazan y un temperamento “raro” o una leve demencia puede ser la mejor barrera para defenderse de la brutalidad del mundo. Ya lo dice el Eclesiastés[15]: “Cuanto mayor la sabiduría, mayores son los problemas; mientras más se sabe, más se sufre”, en otro versículo dice: “Quería vivir la experiencia de la locura…”. Rubén escribió en uno de sus versos: “…Pues no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo, / ni mayor pesadumbre que la vida consciente.” Salomón decía “en el corazón de los sabios reside la tristeza”. El cuento de Machado presenta los argumentos donde el límite entre la razón y la locura se pierden, la relatividad del asunto queda en evidencia. Cada quien termina revisando discretamente sus propios conceptos y manifestaciones, por conveniencia obvia se guardan las conclusiones. João Guimarães Rosa en Gran Sertón: Veredas afirma “cada uno sólo ve y entiende las cosas a su manera”. ¿Nos recluimos también nosotros? ¿Me acompaña usted o lo acompaño yo?
Brás narra en sus Memorias sobre “un alienista” que le envió el otro personaje Quincas Borba, quien procedió con la mayor delicadeza y habilidad y antes de despedirse alegremente se animó a preguntarle “si de veras no lo encontraba loco”. El Alienista le dijo: “pocos hombres tendrán tanto juicio como usted”. Al contrario, le pidió que, si llegaba Quincas, que lo distrajera porque sí parecía que estaba trastocado, todo un filósofo, pero “la locura entra en todas las casas”. Dijo el alienista “hay en todos nosotros un maníaco de Atenea”, aquel que siendo un pobretón, suponía que todos los navíos que entraban en el Pireo, puerto de Atenas, eran de su propiedad. El criado de Brás que sacudía las alfombras y abría las ventanas, fue catalogado por el alienista en esa categoría, porque así admiraba los muebles y pensaba que eran de él. Para Quincas, esto no era más que una actitud de orgullo al servilismo, su intención de mostrar que no era un criado cualquiera, por lo que se podría ser sublime, según su filosofía, mediante un sentimiento delicado y noble, aún en el más corriente de los oficios.
Aquí se juntan, desde las Memorias de Brás Cubas, tres cuerdos o tres locos con su propia locura, una multitud de otros(as): el Alienista sabio que busca las causas y curas de la locura, Quincas Borbas que ha inventado su propio código filosófico para entender la existencia, reorganizar su propio minimundo y el Mundo, el propio Brás, narrador obsesionado con su famoso invento, el Emplasto Brás Cubas, un remedio antihipocondríaco, “destinado a aliviar nuestra melancólica humanidad”, que soñaba con ver su nombre en los impresos de los periódicos y etiquetas de los empaques. Estamos reunidos también el muy estimado escritor, creador imaginativo, que aunque se ha ido, su obra lo representa, está ahí, con esos personajes envueltos en esa narrativa y entre esos acertijos; estamos nosotros lectores anónimos que hemos tenido el descuido o la dedicada atención de comprometernos en la lectura, caer en la trampa de la ficción, emitir comentarios, “escupir en rueda” hasta con este último narrador quien escribe y que como todos saben, ya ha muerto y cuenta desde el “más allá” estas inexistentes Memorias. Se confirma lo que dice Agrippino Grieco[16]: “los muertos están muchas veces más vivos que los vivos”. Por lo tanto, una excusa tenemos, Jorge Amado, desde otra ficción brasileña, nos la da al referirse a otro Joaquín, llamado Quincas: La muerte y la muerte de Quincas Berro Dágua, dice: “Cuando un hombre muere, se reintegra a su más auténtica respetabilidad, aunque haya cometido locuras en su vida, … La muerte borra, con su mano de ausencia, las manchas del pasado; la memoria del muerto brilla como un diamante”.
Quizás sea este cuento otro Elogio a la locura, como la “sátira erasmina” alguna vez escribió: “la sabiduría se hace insoportable en medio de la locura”. El estudiado alienista no pudo haber olvidado “que todo lo que en la tierra se hace es obra de locos y para locos y el que desee apartarse de la universal corriente, debe seguir el ejemplo de Timón: retirarse a su yermo para gozar libremente de su sabiduría y de la paz de la Naturaleza”[17]. Machado envió, desde su ficción narrativa, al sabio doctor a internarse en la Casa Verde, donde murió en el mismo estado en que entró, estudiando y sin encontrar su propia sanación, dicen que nunca hubo otro loco además de él. Tal vez fue sabio, pero no prudente, porque como Erasmo escribe “No se debe emplear más sabiduría que la que usa la generalidad de los humanos, pasando por alto los errores que se observan en los demás”, usarla en demasía es caer en la locura, y no saber llevar “la farsa de la vida”, para la que parece ser necesariamente útil, ciertas caretas o máscaras. Wilde escribe: “no era un genio y por lo tanto no tenía enemigos”, dejando claro que la sabiduría trae consigo muchas inconvenientes que es necesario evitar. Alguien más dijo “hay que huir de los sabios”, o en todo caso, tal vez es más fácil, que el sabio huya del resto.
La locura es tan antigua como la literatura; nació con ella y tal vez hasta de allí se nutre. Implica buscar sobre el comportamiento humano, escarbar en él, pretender explicarlo y predecirlo. Podemos encontrarla en libros de las más diversas lenguas y épocas. Son personajes emblemáticos: la Medeia de Eurípedes; Hamlet y Lady Macbeth, en Shakespeare; el príncipe ruso Muichkine de Dostoievski; Dr. Simão Bacamarte, Quincas Borbas y Brás Cubas (¿puede un difunto estar loco?… ¿O lo estuvo?) En Machado de Assis; y nuestro personaje Don Quijote, de Cervantes.
Desde la obra clásica de la lengua española, El Ingenioso Hidalgo Don Quijote, de algún lugar de La Mancha, no cuenta sobre grandes hazañas ni sobrenaturales acaeceres, sus relatos son sutiles y cotidianos, que no por eso dejan de ser cautivadores. Comienzan con la locura, surgida de leer sin descanso los libros de caballería y de creerse un caballero andante. Es un necio que ama la verdad, lo heroico y lo bello, lo justo y lo santo. Vuelto a la razón, termina la novela, don Quijote pasa a ser nuevamente Alonso Quijano, con las tristezas y dolencias de la cordura, después viene la muerte.
Todos ellos son representaciones literarias de la locura, personificaciones. Hasta el mismo Horacio confesó “soy juguete de una demencia amable” y Cicerón[18] reconocía que “el mundo está lleno de locos”. Del poeta nicaragüense Alfonso Cortés[19], el otro poeta Ernesto Cardenal[20] escribe: “escribió poesía que parece de loco mucho antes de volverse loco… su poesía es intemporal… literatura y locura han sido una misma cosa en él…”
Hermann Hess en El lobo estepario advierte en un subtítulo al lector: “sólo para locos”, donde su personaje Harry Haller poseía dos naturalezas, la de hombre y la de lobo, un hombre sin alma y tal vez sin razón que tampoco reía. Dice: “el hombre no es algo engendrado ya, sino una exigencia del espíritu, una lejana posibilidad, tan temida como deseada”.
Encontramos que en otro cuento de Machado titulado La iglesia del diablo, se habla de un viejo manuscrito benedictino donde el Diablo, tuvo la idea de fundar una iglesia. Quiso pedir permiso a Dios después de haber terminado una observación de siglos. Dios le dijo, “Anda y funda tu iglesia”. Comenzó a propagar en la tierra su doctrina, confesaba quien era y “prometía a sus discípulos las delicias de la tierra, todas las glorias, los deleites más íntimos”. Sostenía que “las virtudes aceptadas debían ser sustituidas por otras que eran naturales y legítimas”. La soberbia, la lujuria, la pereza, la avaricia, la ira, la gula, fueron rehabilitadas. La gente corría tras él con gran entusiasmo ante el nuevo orden de cosas. Fueron condenadas todas las formas de respeto, el amor al prójimo era un obstáculo grave para la nueva institución, promovía la indiferencia, el odio o desprecio. La Iglesia se propagaba, sin embargo, observó que muchos fieles, a escondidas, practicaban las antiguas virtudes. El descubrimiento asombró al Diablo. Se lamentaba, subió al cielo anhelando conocer la verdad, Dios dijo “mi pobre diablo”, esta “es la eterna contradicción humana”. Entonces estamos entre el dilema de la condición humana y la locura o es que la locura es una condición humana, o lo prohibido es lo que se busca, o lo opuesto es lo que se prefiere, o se busca el riesgo y lo peligroso, la incertidumbre, condición de felicidad o abismo de fatalidad. Se debate entre el atar los fantasmas que le angustian o desatarlos para que salgan en desbandada entre tropelías y desencantos.
A propósito de esto, en Adán y Eva se afirma, desde una enigmática narración, que “no fue Dios quien creó el mundo sino el diablo”, pero Dios vio su idea y se la dejó hacer; logró corregirla o modificarla “para que no se perdiera la esperanza de salvación”. Agregó la luz a las tinieblas, a las plantas los frutos y a los abismos, el sol, la luna y las estrellas. El “Tiñoso” a través de la serpiente quiso tentarlos a comer la manzana prohibida y ellos dijeron “nada valía lo que el Paraíso”; Dios en premio “los llevó a la eterna bienaventuranza”. Fray Benito, quien contaba la historia a los extrañados presentes, finalmente dijo: “nada de eso ocurrió, si hubiera ocurrido no estuviéramos ahora aquí saboreando este dulce que es un primor”.
Vamos entonces a explorar sobre las otras locuras que escribió este hombre tan cuerdo, cuya definición del asunto ahora nos resulta tan difusa, si alguien tiene la claridad absoluta del problema, que acompañe entonces sin mayor demora al sabio doctor en su prestigiosa casa de ciencias que él mismo llamó Casa Verde y en la que le aguarda sólo como en una isla inhabitada, porque como dice el antiguo proverbio que me limito a repetir: “El que no esté conforme que se vaya”. Podríamos coincidir en que a nadie se le puede ocurrir “que el hombre es digno de compasión por ser un necio, ya que tal cosa entra en su condición natural”. No hay nada que curar ante la necedad, más bien esa prudencia excesiva, esa moderada actitud, ese equilibrio socialmente inusual, debe ser, según se ha entendido de aquí, objeto de intensivos, prolongados y desconocidas terapias y tratamientos. Por eso de desconocidos, tal vez se vuelvan incurables estos “malestares”, por lo que volvemos entonces a esa tierra solitaria donde el sabio tendrá que refugiarse para gozar tranquilamente de su locura, por el exceso de razón o por esas excesivas cualidades morales que resultan un atentado si andan por allí sueltas entre la gente común y entre administradores de la cosa pública y privada, de los asuntos terrenales y divinos, que aterrorizada se muestra ante “tanta inteligencia” y que no suele seguir los consejos de la razón. No deja de ser certero el popular y conocido refrán: “cada loco con su tema”.
Sobre la ciencia, algunos dicen no es ningún beneficio, sino más bien una calamidad. Abrir los ojos a lo desconocido, develar la verdad, produce sustos y sobresaltos, pesadillas e insomnios, incomprensiones, grandes separaciones entre los pocos y los muchos, cosas que suelen resultar ajenas y distantes. Un conocimiento nos lleva a la duda y la duda mata, como los celos. Viene la ambigüedad de la que Machado de Assis es un genio. ¿Fue una cosa o la otra? Y el ingenuo lector se quedará entrampado entre una y otra certeza, que es lo mismo que decir, confundido.
¿Hay también locura o cordura en Don Casmurro? Volvamos entonces a recorrer sus páginas. Betinho Santiago, apodado Don Casmurro, escribe el libro de su historia, su vida, de la que dice “es una ópera”. Desde su temprana adolescencia se ha enamorado de su vecina Capitolina, que “tenía ojos de gitana oblicuos y disimulados”, ambos se han confesado desde los juegos infantiles su mutuo amor. Su madre, una mujer muy religiosa, ha prometido al hijo para que se haga sacerdote. Por no contrariarla se ha ido al seminario y espera encontrar la forma de retirarse, sin violentar la promesa que ella ha hecho, pensó en pedir por su madre una dispensa papal, hasta que finalmente encontró que la madre podría adoptar a alguien y financiarle los estudios del seminario hasta que se ordenara sacerdote. Mientras tanto sentía celos ante la posibilidad de que su querida vecina fuera cortejada y pusiera su atención en otros. Al abandonar el aspirantado al sacerdocio, pudo casarse con la muchacha de sus amores. En el seminario hizo amistad con otro seminarista, Ezequiel de Sousa Escobar, quien le visitó en su casa, resultó ser simpático ante todos, Capitu desde la ventana lo vio y preguntó quién era. Escobar se casó con la prima Justina, procrearon una hija; ambas parejas compartían muchos momentos. Capitu se conservaba atractiva, llamaba la atención, lo que cada vez le angustiaba más, seguía sin hijos, hasta que por fin un varón nació al que bautizaron como Ezequiel, Escobar fue su padrino.
Betinho continuaba siendo celoso hasta tal punto que el menor gesto le afligía, llegó a tener celos de todo y todos. Surgieron, como el mismo narrador ha titulado en un capítulo: “Dudas sobre dudas”. Creía en lo virtuosa de su esposa, en sus grandes cualidades, pero los celos no dejaban de carcomerle la tranquilidad. Escobar murió ahogado, Justina y Capitu lloraron, ambas como si fueran viudas. Pensó entonces en cosas “tan confusas y oscuras”, por lo que “comencé a andar callado y aburrido”. Comenzó a ver en los ojos, la voz, facciones y expresiones de Ezequiel, los mismos que los de Escobar. Hasta le pareció que “volvía de la sepultura”. Sintió aversión hacia ella, pensó envenenarla, incluso al hijo. Se atrevió a preguntarle: “¿Qué ocurrió entre vosotros?” y después él mismo afirmó: “Que no es hijo mío” y decidió la separación definitiva. Ella dijo: “¡Ni los muertos escapan a tus celos!”. Ella murió, siempre hermosa, en Suiza; unos meses después Ezequiel murió de fiebre tifoidea. Don Casmurro confiesa “que vivió lo mejor que pudo”, afirma entre las dudas, que su primera amiga y su mayor amigo “acabaron juntándose y engañándose”.
El lector no sabe qué posición tomar, tiene igual vacilación, ante lo que reiteradamente se ha repetido de la presunta dualidad de la mujer amada y su honorabilidad, de la enfermiza malicia del narrador, de los imaginables celos que le angustiaban y eran capaces de crear temores, fantasmas y aparentes certezas. ¿Era entonces una locura la de Benito Santiago? Le llevó la locura a la apacible soledad en la que finalmente vivió para escribir con natural frialdad su historia y compartir las incertidumbres de la infidelidad que aún le atormentan a pesar que, casi indiferente, dijo fue capaz de seguir viviendo, ir al teatro y a cenar después de la muerte del hijo, que dice no era el suyo, sino de su padrino y excompañero de seminario. Reconoce que “vida diferente no quiere decir vida peor”, dice que su vida antigua le parece desnuda de muchos encantos, pero también de espinas que se le hicieron molestas, ahora la rutina lo ha cansado, por eso ha decidido escribir este libro. En el mismo inicio de su narración dice: “Los amigos que me quedan son de fecha reciente; todos los antiguos fueron a estudiar geología de los camposantos…”
En Quincas Borbas, que comienza siendo una novela por entregas (1886) y que finalmente es publicada como novela completa (1891), también está presente esa forma diversa de interpretar la realidad. Nos sitúa en la locura clásica donde el protagonista pretende negar la realidad que los otros entienden y construirse su propio mundo, más seguro, ante la desesperación que le causa el presunto entorno verdadero que le ahoga y le es adverso. Ese mundo creado a su medida donde la mujer deseada le corresponde y todos aquellos que le rodean le respetan. Es la realidad por él creada “a su imagen y semejanza”, a su medida, que es diferente a la del resto. Es una historia donde ciertas circunstancias despiertan las pasiones y la locura misma, esto es una herencia a partir de la cual se desprenden muchos acontecimientos, es el paso de la pobreza, con su escasez y angustias, a una vida acomodada, con su abundancia e ilusos nubarrones que envuelven con su clima social, llama al ocio y ahoga el tiempo dedicándose a la pasión amorosa, al capricho y a los ocultos sabores humanos llenos de imprevistos y harapientos vacíos.
Quincas estaba loco y lo sabía ¿o no? Cuando Rubión volvía del delirio todo se tornaba en un triste silencio, un hombre que quería salir del abismo y estaba entrampado en él, porque era su parte inseparable. Aparece como víctima de la ambición económica que domina a la sociedad, pero su locura es suya porque no admite la realidad. La sociedad está alienada y él también. ¿Dónde está la racionalidad? La locura es multifacética, tanto como la razón, y están llenas, como la vida de un infinito número de interrogantes cuyas respuestas unos encuentran en Dios, en dioses y otros en ninguna parte, según dice Machado desde su incredulidad. Se pregunta: “¿quién está más enfermo, el inocente que enloquece víctima de la sociedad o la sociedad misma?”.
En Memorias Póstumas de Brás Cubas, ya había aparecido este delirante personaje. Brás narra que lo encuentra como un hombre de unos treinta y ocho y cuarenta años, alto, flaco y pálido, que por las ropas parecía “haber escapado del cautiverio de Babilonia”. Era Quincas Borba, el gracioso niño de otro tiempo, compañero de colegio, inteligente y acaudalado, ahora en una vida de miserias, acabó de mendigo. Vivía en el tercer peldaño de las escalinatas de San Francisco, en donde no se necesitaba tocar la puerta; había formulado su propia filosofía de la miseria. Después del saludo se dio cuenta que le había robado el reloj y sintió la idea de regenerarlo como una fuerte necesidad. Tiempo después recibió una carta extraordinaria firmada por Joaquim Borba Dos Santos, donde reconocía que había tomado prestado el reloj y ahora le restituía uno diferente junto a la carta. Le dice que muchas cosas han pasado y que su nuevo sistema filosófico al que llamaba inicialmente borborismo que “no sólo explica el origen y consumación de las cosas”, sino también “rectifica al espíritu humano, suprime el dolor y asegura la felicidad”. Quincas había heredado un dinero de unos parientes lo que le había devuelto la dignidad original.
En una entrevista posterior, el filósofo había creado su propia manera de entender e interpretar el mundo al que ahora llamaba Humanitismo. Habló de la envidia como una virtud, ya que no es más que una admiración que lucha, y “siendo la lucha la gran función del género humano, todos los sentimientos belicosos son los más adecuados para su felicidad”. Dijo que la guerra que parecía una calamidad, era una operación conveniente, el dolor es una pura ilusión. Decía que la sociedad debía reorganizarse con su método. Su gran obra, que afirma “era la flor y nata de los programas, prometía curar la sociedad, destruir los abusos, defender los sanos principios de la libertad y conservación”, estaba reunida, según cuenta Brás en sus Memorias, en cuatro volúmenes manuscritos de cien páginas cada uno, que corregía y ampliaba cada año y nunca terminaba de publicar. Comenta: “no habiendo nada que perdure, es natural que la memoria se desvanezca”. Recuerda a Erasmo que llamó la atención hacia la complacencia con la que dos burros se rascan uno a otro, pero agrega que si uno rasca mejor que el otro, ese habrá de mostrar en sus ojos algún indicio especial de satisfacción. Habla del beneficio de una buena acción y de la convicción de superioridad. Una mujer que se siente bonita y se ve al espejo, siente superioridad sobre muchas otras mujeres, por eso se ve al espejo frecuentemente.
Alguna otra forma de locura hay en Rangel, un hombre muy presumido, soltero por obra de las circunstancias y no por vocación, a falta de bailes iba a las fiestas religiosas, con su imaginación lo hacia todo, desde raptar muchachas hasta destruir ciudades, se creyó Ministro de Estado y hasta se proclamó Emperador. Su historia está narrada en el cuento El diplomático. No halló novia por su excesiva seriedad y prudencia. Se enamoró de Juana, escribió una carta para ella que nunca le entregó, su pasión quedó encubierta, terminó siendo su testigo de bodas. Cuando estalló la guerra con Paraguay tuvo la idea de alistarse como oficial voluntario, nunca lo hizo, “sin embargo, ganó algunas batallas y llegó a ser brigadier”. ¿Cuánto de realidad o ficción puede crear la imaginación del hombre?
El poeta portugués Fernando Pessoa escribe unos versos que cito:
“Si, después de yo morir, quisieran escribir mi biografía,
no hay nada más simple.
Tiene sólo dos fechas – la de mi nacimiento y la de mi muerte.
Entre una y la otra cosa, todos los días son míos”.
Brás Cubas no esperó que alguien se la escribiera, decidió escribirla el mismo, porque para él, después de la muerte, parece los días siguieron. Se extinguió la vida, pero la muerte que no se hizo presente, fue burlada. ¿Habrase visto algo tan insólito? La inmensa oscuridad de antes y después de ese breve destello que es la vida de la que Camus[21] hablaba, en éste caso queda invalidado, pues este inusual escritor ha encendido una luz después. Desde el inicio, el narrador difunto advierte al lector, que piensa serán unos pocos, que esta es “una obra difusa”, “obra de finado”, escrita con “la pluma de la mofa y la tinta de la melancolía”, que la ha trabajado allá en el otro mundo. Dice ser “no un autor difunto”, sino “un difunto autor”, y comienza narrando su muerte que ocurrió un viernes de agosto de 1869, a los sesenta y cuatro años de edad. Le acompañaron pocas personas, tres mujeres, su hermana Sabina, su sobrina Venancia y una tercera señora “que padecía más que las parientes”, cuenta después que era Virginia, a quien había amado. Estaba obsesionado con la idea fija de inventar un medicamento para los males de la “melancolía humana”, asunto que no lo dejaba tranquilo, tenia deseos de gloria temporal que “era la perdición de las almas”, según decía un canónigo tío suyo, aunque era la cosa más humana que hay en el hombre. Estando en pleno trabajo por su invento cogió un aire que no se atendió y que lo llevó a donde está.
Reconoce en su padre “ciertos aires de farsante”, era un hombre de imaginación, como su apellido le olía a tonelería, se entroncó con la familia de un famoso homónimo, Brás Cubas, que fundó la villa de San Vicente, aunque el fundador de la familia, Damián Cubas, era un tonelero. De niño, fue el malo de su tiempo, astuto, indiscreto, revoltoso y caprichoso. Era un hombre que veía de la iglesia, no su sustancia, sino la jerarquía, tal vez era cínico. Dijo haber descubierto una ley sublime, la de las equivalencias de las ventanas, es decir “que el modo de compensar una ventana cerrada es abriendo otra, a fin de que la moral pueda airear continuamente la conciencia”.
Desde la muerte sabe ahora, que la franqueza es la primera virtud de un difunto. No se preocupa por la crítica ni tiene conflicto de intereses, no lucha por ambiciones, no hay hipocresía, ¡qué alivio! ¡Qué libertad! Compara “la vida como un desaguadero perpetuo” … (¿?). Casi al finalizar sus memorias se pregunta y se responde: “¿Qué hay entre la vida y la muerte? Un corto puente”. Como aquel fantasma del que cuenta Wilde que decía añorando la muerte que no terminaba de llegar: “¡debe ser tan hermosa!… No tener ni ayer ni mañana. Olvidar el tiempo, perdonar la vida, reposar en paz”.
Virginia, fue su pecado de juventud, la conoció cuando ella tenía unos quince, él dieciséis, era bonita y fresca, hija del Consejero Dudra, por lo que su padre veía la oportunidad de casamiento y el ingreso a la Cámara de Diputados. Sin embargo, apareció Lobo Neves apoyado por grandes influencias y “me arrebató a Virginia y la candidatura”. El padre se construía castillos en el aire, hasta le decía cómo debía ser el discurso que pronunciaría al tomar posesión del cargo; al conocer el desenlace se enfermó y quizás murió de eso, por el poder que no alcanzó, que estuvo cerca y que no pudo contemplar ni saborear. A pesar de eso, “nuestro amor brotó con ímpetu”, aunque ella dijo que tenía momentos de remordimientos, habían formado su refugio para los encuentros de amor. El diputado, adoraba a su mujer, la veía como la “perfección andando”, reconocía haber entrado a la política por placer, familia, ambición y vanidad. La política es un tejido de envidias, despechos, intrigas, perfidias, intereses y vanidades. “Debe ser un vino enérgico la política”. Las cosas llegaron a tal punto: “me amaba una mujer, tenía la confianza del marido, iba como secretario de ambos”. Neves supersticioso, rechazó un nombramiento como presidente de provincia sólo porque el decreto fue firmado con fecha trece, aunque argumentó problemas personales, desconfiaron y pensaron que se había pasado a la oposición. Al final terminó cambiando de bando.
Ella tuvo un hijo, él pensaba que era suyo, el marido también. Ella mentía con tanta gracia, tenía menos escrúpulos que Neves que de por sí los tenía escasos. Llegaron cartas anónimas, Virginia las desmentía. Ella, después de mucho tiempo sin verla, a los cincuenta y cuatro años, ha llegado a visitarlo con su hijo abogado a su lecho de enfermo. Cierra el relato de estas fúnebres memorias el atípico escritor con una línea: “No tuve hijos, no transmití a ninguna criatura el legado de nuestra miseria”. Agrego un verso de Ricardo Reis[22]: “Nada fica de nada. Nada somos” (Nada queda de nada. Nada somos).
En uno de sus cuentos: “La causa secreta”, Fortunato es el personaje, que el escritor presenta sin juzgarlo, tiene la necesidad de una sensación de placer que encuentra en el dolor ajeno, demostrando desde su profesión de médico, un gran cuidado por los enfermos: “ese es el secreto de este hombre”. Su esposa María Luisa, una joven mujer, esbelta, graciosa y de ojos sumisos, murió de tisis, sin que su marido derramara una sola lágrima, estuvo con ella siempre con “su egoísmo áspero, hambriento de sensaciones, no le perdonó ni un minuto de agonía”; su amigo y ayudante García, besó el cadáver y estalló en llanto, era como el “epílogo de una historia de adulterio”, el sollozo de un amor oculto; sin embargo, “la naturaleza no le dio celos ni envidia, sólo vanidad”. Concluye la historia: “Fortunato saborea aquella explosión de dolor, que fue larga, muy larga, deliciosamente larga”. Es otra forma de locura, aunque la palabra locura no está presente en el texto, hay perversión en el comportamiento, pero no condena al individuo, sino que se evidencia como una multitud de causas psicosociales que se encuentran escondidas y de repente se revelan.
En la novela Esaú y Jacob, afirma: “El hombre es un alfabeto de sensaciones”, misteriosas y desconocidas cavernas de variadas, profundas y extensas formas. El lector termina con la sensación de repugnancia a la locura ajena o con la satisfacción de sentir que es el desequilibrio de otro y hasta con el placer de darse cuenta que lo que se acaba de concluir es solamente una ficción o en todo caso, se ha sido simplemente un lector, o un espectador sentado en la butaca de palco, sin riesgos ni peligro de contaminación.
¿Por qué será que los programas televisivos y los periódicos que se caracterizan por presentar la noticia con la crudeza de la violencia, de escenificar el dolor de manera tan cercana, inmediata y natural, gozan de mayor audiencia o circulación? La nota roja, la noticia amarillista parece tener un atractivo contagiante. Seguramente se oculta ahí esa locura de la que ya cuenta Machado. Susan Sontag (Nueva York, 1933-2004), quien reconoce de Machado un lugar prominente en la literatura y afirma que Borges no hubiera sido posible sin él, escribe en “Ante el dolor de los demás” (2003): “ser espectador de calamidades que tienen lugar en otro país es una experiencia intrínseca de la modernidad, … a los que se responde con indignación, compasión, excitación o aprobación, mientras cada miseria se exhibe ante la vista”. El poeta inglés William Wordsworth (1770- 1850) en 1800 al referirse a “los grandes acontecimientos nacionales que tienen lugar a diario” señala que “este proceso de sobreexcitación incide en el embotamiento de las capacidades mentales de discernimiento y las reduce casi a un estado torpor salvaje”. En 1860 el poeta francés Charles Baudelaire (1821-1867), cuando aún los periódicos salían sin fotografías, escribió: “no es imposible echar una ojeada a cualquier periódico, no importa de que, día, mes o año, y no encontrar en cada línea las huellas más terribles de la perversidad humana, …”
En “La deseada de las gentes”, se refiere a una bella mujer de treinta que parecía menor de veinte, llamada Quintilla, que estaba en todo su apogeo: rica, poderosa, elegante y bella, y de la que se enamoran entre otros, dos amigos. Ella no favorecía a unos más que a otros, “sino que derramaba sobre todos por igual la gracia de sus ojos”. Uno de tantos, el Consejero, llegó a ofrecerle matrimonio, ella respondía “¿para qué casarnos?… quedemos como amigos…” Él observaba sus lecturas y “descubrió que los libros puramente de amor le eran incomprensibles, que le causaban tedio aquellos en los que había pasiones violentas”. Decían los médicos que padecía de la médula, la enfermedad se agravó, una vez segura que moriría, determinó cumplir lo que ella misma se había prometido: quiso casarse. Se casó en su lecho de muerte el 18 de abril y murió el 20. Aquella muchacha tenía al matrimonio una aversión puramente física, “se casó medio muerta, a las puertas de la nada. Será monstruoso, pero también divino”. ¿Qué extraños comportamientos, qué desconocidos laberintos escondía en sus temores irremediables? Era insensible al amor romántico y sus manifestaciones, no se inmutaba ni se sensibilizaba a las palabras suaves ni encantadas, nada le endulzaba el oído, era inmune a esas fragilidades femeninas y esas campañas masculinas de asedios y promesas. Parecía indiferente, al final se casó como una obligación, un mero trámite. Sin consecuencias físicas ni emotivas. El enamorado, prontamente viudo, supo que su amor por ella era un verdadero veneno del que aún sufría después de mucho tiempo. Quintilla padecía de una forma de locura y el Consejero enamorado padecía exactamente de la otra. Aires, en su Memorial, recuerda del poeta Shelley[23], los siguientes versos, que quizás son los mismos que Quintilla podría repetir: “yo no puedo dar lo que los hombres llaman amor,… y es una pena”.
Escribe Machado lo que llama “un esbozo de una teoría del alma humana” en un cuento que titula “El Espejo”. Dice que cinco caballeros entre cuarenta y cincuenta años discutían sobre cuestiones trascendentales, uno de ellos estaba callado y pensativo, hasta que al final de la noche decidió tomar la palabra y sin dar espacio de discusión afirmó que no hay una sino dos almas: “una que mira de adentro hacia fuera y otra de fuera hacia dentro”. El alma exterior, dice puede ser un espíritu, un fluido, uno o muchos hombres, un objeto, una operación. Un simple botón de la camisa, un libro, una máquina. La función de la segunda es transmitir la vida, al igual que la primera; las dos completan al hombre, son dos mitades. Frecuentemente, la pérdida del alma exterior implica la pérdida de la existencia entera, “el alma exterior no siempre es la misma, cambia de naturaleza y estado”. Contó que cuando tenía veinticinco años y acababa de ser nombrado alférez de la guardia nacional, lo que llenó de orgullo a la familia, su tía puso en su cuarto un gran espejo en medio de muchas atenciones lo que llevó a que “el alférez eliminó al hombre”. El alma exterior que antes era el sol, el aire, el campo, cambió de naturaleza y pasaron a ser las adulaciones. Por un tiempo todos salieron de casa y quedó solo con los esclavos que poco tiempo después huyeron. Sintió que había perdido la sensibilidad, se le había ido el alma exterior: la gente que lo adulaba. Cuando dormía soñaba que estaba orgullosamente uniformado en medio de la familia. Ocho días después de esa soledad, se vio al espejo y “sintió que el vidrio estaba conjurado con todo el universo”, tuvo miedo, pero se miraba al espejo con persistencia, entonces se puso el uniforme y el espejo reprodujo la imagen íntegra y sintió que había encontrado el alma exterior, cada día a cierta hora se volvía a uniformar y se sentaba ante el espejo, ahora se sentía otro. Recordamos lo que alguna vez Borges escribió: “La realidad es como esa imagen nuestra que surge en todos los espejos”.
Se afirma que todas las cosas de la vida tienen dos caras y ocurre a veces que lo que por fuera es la imagen de la muerte, por dentro lleva la vida, que lo que por fuera parece belleza o bondad, por dentro lleva la mayor fealdad o la más ruin de las maldades. Quizás también esas almas contrarias son paralelas a esas dos mitades sobre las que en este cuento nos narra Machado. Sin embargo, sarcásticamente para Brás Cubas, “hay dos fuerzas capitales: el amor, que multiplica la especie, y la nariz, que la subordina al individuo”. Esto es lo mismo que decir: “procreación y equilibrio”.
¿Qué otra manifestación del ser humano es ésta? Ya lo dijo la propia Locura dispuesta a elogiarse ella misma: “ningún hombre puede ser feliz si no cuenta con mi protección y no está incluido entre mis amigos”, son bien pocos los que no están tocados con alguna manía. Parece ser que Até, diosa griega de la fatalidad y la insensatez, perturbadora de la inteligencia, la hija de Zeus e Eris (diosa de la discordia), personificación de las acciones irreflexivas y de la falta de razón ha extendido sus brazos y ha acogido en su seno a la gran mayoría de los hombres y mujeres. Homero, en La Ilíada, dice que Até fue quien enemistó a Aquiles con Agamenón, al influenciarle la cólera que le nubló la razón.
En Entre santos, un capellán en una iglesia tiene un sueño o una visión en donde cuatro santos han bajado de sus peanas y dialogan, ellos son: San José, San Miguel, San Juan Bautista y San Francisco de Sales. Inventariaban y comentaban sobre las oraciones que habían recibido aquel día. Ha llegado una adúltera que pide se le limpie de la lepra de la lujuria, comenzó rezando, pero después en su alma, ya estaba con el otro. Un hombre que tiene a su mujer enferma de una pierna, ha venido afligido porque el mal se agrava, es un usurero y avaro, su mujer iba a morir, había pensado ofrecer una pierna de cera en agradecimiento por el favor de los santos, pero no se decidía hacerlo por el costo que iba a pagar, “el demonio de la avaricia le sugirió un pensamiento: el de que el valor de la oración es superior al de las cosas terrenas”, ofreció cientos de avemarías y padrenuestros, subió hasta mil, pero no quiso gastar nada en ofrecer la pierna de cera como promesa. La gente – comentan los santos- no ve, sino la superficie de las cosas.
Unos brazos es un cuento en donde Ignacio, un joven de quince, trabajaba para Borges, el procurador, que era áspero y cuya esposa, Severina, de veintisiete sólidos y floridos años, no era bonita pero tampoco fea. El joven crecía y pasaba noches en vela recordando a la señora. Ella soñó con él y “el corazón le batía con violencia”, después lo contempló mientras dormía, tuvo dudas de que, si lo había hecho o no, se sintió confusa e irritada. Borges lo despidió con amabilidad, pero sin explicaciones. Quince años después, Ignacio lleva el recuerdo del beso que él mismo se engañaba diciendo que fue un sueño.
Machado descubre en estos cuentos un nuevo misterio del comportamiento humano, se confirma en su característica narrativa que rasca desde el interior y revela comunes vicios, hábitos, fetiches, necedades, obsesiones o locuras. La idiotez causa gracia, provoca risa, nos hace reír a carcajadas, caer en el ridículo, es como el bálsamo de la vida, nos arrastra como un torbellino, nos hace admirar las cosas cuando menos se les comprende o rechazarlas aun sin poder entenderlas. Podría pasar como el monstruo que se desconoce o aparenta desconocerse cuando se ve al espejo y se asusta. La imagen se revela en su verdad ficticia en todo su esplendor oscuro, ajeno y tan propio. Como los escritores rusos, abre las puertas de los misterios del alma, de la psicología moderna. El estado del ser humano social, sus comportamientos y comunes locuras, sin el abatimiento de la tragedia ni la congoja del delirio. Se cuestionan las fronteras de la razón y se satirizan con lo absurdo y lo rutinario, importantes verdades vistas todas ellas tal y como son, tan relativas.
En El secreto de Augusta se revela la locura de dos consortes que vivían juntos pero distanciados, Vasconcelos entregado a los placeres ruidosos de la juventud y Augusta, de treinta, absorta en un exclusivo interés por sí misma, ella “no estaba echa para las pasiones, a no ser las pasiones ridículas que impone la vanidad”, ella amaba por sobre todas las cosas su belleza. Él de cuarenta, con aires diplomáticos, heredero de una gran fortuna que se empeñaba en gastar en su agitada vida nocturna; ella que le ayudaba a gastarla en sus lujos y extravagancias. Su hija, Adelaida, de quince años, igual de bella que la madre, es pedida en matrimonio por uno de los amigos del padre. Ante la amenaza de quiebra económica, Vasconcelos, ve una oportunidad de salir de la crisis económica que le ronda y acepta casar a la hija con el desacuerdo de ella y la desaprobación de la madre: “¡El terror me lo inspiran sus hijos, que serán mis nietos! La idea de ser abuela es horrible”. El pretendiente, sin embargo, también está arruinado y busca en la fortuna de la novia su salida. El padre logra saber la verdad y le confiesa al amigo su situación con el ánimo de cortar las pretensiones matrimoniales: “Adelaida no tiene fortuna… lo que te aseguro es que te llevas un ángel, y que ha de ser una excelente esposa”. El pretendiente disimula, pero no puede ocultar la mueca en su rostro, aunque confesaba que la buscaba por amor, se fue pensando: “¿Dónde encontraré yo una heredera que me quiera por marido?”.
Hay también otro cuento: Anécdota pecuniaria, donde el dinero es capaz de sacrificar el amor por muy profundo y verdadero que parezca. Eso le pasó a Falcão, que de alguna forma vendió a sus propias sobrinas. Era millonario, pero sentía gusto en ver dinero, aunque fuera ajeno. Primero fue Jacinta y después Virginia, la primera cedida en matrimonio para cubrir un déficit y la segunda posiblemente también, a cambio de una colección de monedas, que ¿eran falsas?, aunque el escritor nos ha dejado dudas, como en tantas otras historias, nos ha llevado a suponer los propios finales. El tío ha preferido la soledad con el placer de contar el dinero a pesar del amor que decía tenerles a las sobrinas.
Nicolás tenía una locura especial, inexplicables malestares que se cuentan en Cláusula testamentaria. En el testamento ha dicho que el cajón donde será enterrado sea fabricado en casa de Joaquim Soares, que dice “es digno de la distinción, uno de los mejores artistas y uno de los hombres más honrados”, a pesar que todos sabían que sus cajones eran de pésima calidad. Murió Nicolás a los sesenta y ocho años, no tenía un organismo sano, había en él algún vicio interior o falla orgánica que le llevaba a destruir desde niño los juguetes de otros, no perdonaba a los que se mostraban más adelantados que él, o mejor vestidos, o atractivos, todo le molestaba, no tenía un minuto de tranquilidad, no comía y dormía mal. Sus amigos eran los más antipáticos, vulgares e insignificantes, amaba la naturaleza subalterna.
Se casó y una de las maneras de agradarle era elogiando la belleza de su mujer, pero esto le cansó y se fue enclaustrando en la soledad. En sus crisis se provocaba cierta secreción intestinal, una lombriz decían, los ojos se le irritaban, padecía en sus adentros y hacía sufrir a quienes le rodeaban. No quiso, aun estando muerto, permanecer dentro de un buen ataúd, no fuera a ser que estando allí, en el foso de la tierra, sus malestares volvieran, así como no toleraba un buen discurso, un artista hábil, un soneto, un sueño interesante, todo le provocaba crisis, ese era su mal incurable e inexplicable, un mal generalizado y caricaturizado, pero que no deja de estar presente en los comportamientos humanos de los que se ruborizan ante el éxito ajeno, que sienten que se les carcome el alma ante los que son mejores, y muestran destrezas o capacidades propias, que prefieren vivir en la podredumbre, en la ignorancia o la incompetencia, ahí subsisten, entre aduladores, sumisos y relegados, en otro medio, como Nicolás, se ponen verdes de envidia o ira, se les retuercen las entrañas por esa lombriz desconocida que se llama locura o se suele nombrar por algunos de sus numerosos homónimos. Para tantos como Nicolás, tal vez las cosas son a como las cuenta Wilde en uno de sus cuentos: “lo único que lo sostiene a uno en la vida es la conciencia de la inmensa inferioridad de sus semejantes”.
En el relato El enfermero, el Coronel Filisberto era un hombre insoportable y exigente que necesitaba un enfermero. Procopio, por necesidad de cambiar su viejo oficio de copiador de estudios de teología de un sacerdote, llegó a prestar su servicio a este hombre de cuarenta y dos años quien estaba reducido a un enfermo inaguantable, por cualquier cosa daba bastonazos y profería ofensas. Todo el dinero que ganaba lo guardaba. Varias veces intentó irse, pero siempre le pedía disculpas y lo persuadían de quedarse. En un acceso de rabia del Coronel contra Procopio, éste reaccionó con violencia y lo ahogó; al verlo se dio cuenta que “el aneurisma se le había reventado”. Quiso huir, o confesar el crimen, pero prefirió borrar todo vestigio de huellas. Avisó que había amanecido muerto, mandó a decir una misa y se fue. Días después fue informado por el párroco del lugar que en el testamento le había dejado como heredero universal. El fallecido era rico. El heredero pensó renunciar, tenía remordimiento, decidió recibir la inesperada pero deseada herencia y después repartirla para rescatar la culpa con el acto de virtud. Al recibirla, distribuyó alguna limosna y donativos, pasaron los años y la memoria se fue debilitando, parecía que en todo caso su muerte era irreversible, aún sin aquella fatalidad habría muerto. Pensaba como aquellos versos: “O que tem que ser Será, quer eu quiera que seja ou que nao” (“Lo que tiene que ser será, quiera yo que sea o que no”)[24]. Así se lavaba la culpa, se extinguía en el tiempo, lo irremediable siempre podría ocurrir, su conciencia encontraba la tranquilidad necesaria. Una prueba de la “ley sublime” que ha descubierto Brás Cubas, es cierto que el enfermero había matado al hombre, pero daba limosnas a los pobres lo que le tranquilizaba la inquieta moral, la airaba con el aire que entraba por la otra ventada de la consolación.
Historias de amor no faltan y también de traiciones y celos. En Una noche de almirante, el joven Deolindo ha partido en un largo viaje de instrucción en la marina, lleva el juramento de fidelidad de su amada Genoveva. Regresa ilusionado diez meses después y reclama por la promesa que él cumplió, pero ella, se había vuelto a enamorar de otro, olvidó, aunque dijo que cuando lo juró era verdad. Así son las cosas, no son eternas, en ese momento era su convicción, después se esfumó, el amor se fue y uno nuevo lo sustituyó.
La sobrina de Doña Paula “era ligera, algo propio de su juventud”, lo que le trajo riñas violentas con el marido, quien le habló de separación. Tan solo fue un prólogo de adulterio, pero interesante y violento. Ella veía al joven Vasco “con placer y ansiedad”, sin hablarse de amor, se perseguían con la mirada. Supo Doña Paula, ahora viuda, mujer piadosa y austera, quien era, se sobrecogió; por esas casualidades de la vida, con el padre del joven se habían amado desde la sombra del matrimonio en una “aventura de pasiones”.
En Misa de gallo, Menezes, el escribano, mantenía amores con una señora, separada del marido, dormía fuera de casa una vez por semana, a su esposa, Bondadosa Concepción, la llamaban “la santa”, porque tan fácilmente soportaba los olvidos del marido, no sabía odiar, puede ser que tampoco amar. El narrador, un joven de diecisiete años, mientras esperaba la madrugada de la misa de gallo, conversando con ella, guarda un recuerdo y una imagen de esta mujer que lo inquietaba. Cuando murió el escribano, se casó con el escribiente del marido. Deja el cuento la duda de la infidelidad y de la presunta santidad de la mujer, una impresión de sensual provocación que queda en la libre discrecionalidad del lector, en “su imaginación perversa o desinhibida”.
En La cartomántica, también está la ceguera que producen los celos y la venganza que no termina de apaciguarlos a pesar de la tragedia. Vilela, el marido de Rita y Camilo eran amigos de infancia, sin saber cómo, pasaron de la convivencia al amor, se unieron los tres. Camilo quiso huir, pero no pudo, hasta que dijo adiós a los escrúpulos. Una carta anónima que le llamó inmoral le obligó a distanciarse. Rita desconfiada consultó a la cartomántica por el amor de Camilo. El joven un día recibió una carta de Vilela pidiéndole que llegara, que necesitaba hablarle con urgencia. Se puso inquieto y decidió visitar a la echadora de cartas; la mujer le dijo que “no tuviera miedo de nada. Nada ocurriría ni a uno ni a otro; él, el tercero, lo ignoraba todo”. Se sintió tranquilo, se fue a la cita del amigo; él lo esperaba, lo llevó a la sala interior, Rita estaba muerta y ensangrentada, Vilela lo cogió por la garganta y le dio dos tiros de revólver.
Dice un cuento de Drummond: “hasta la maldad puede ser triste (…) Alguien pide continuamente una cierta flor, y esa flor no se le puede dar porque ya no existe. ¿No te parece que es el colmo de la falta de esperanza?”[25].
Desde las palabras de san Pablo en el Nuevo Testamente, se recoge: “Dejad que aquel que parece sabio entre vosotros se vuelva loco, a fin de que finalmente se vuelva sabio… Pues la locura de Dios es mas sabia que toda la sabiduría de los hombres”.
Es la locura, pues, como “la verdad desnuda del hombre”, es la razón su cómplice o su refugio, son las pasiones su revelación. Es lo que la sociedad ve como tal, se es víctima o victimario, o ambas cosas, Machado plantea la duda sobre los límites difusos desde su filosofía literaria, todo resulta ambiguo.
ENTRE SU TIEMPO
Esaú y Jacob (1904) es una novela que pone en evidencia las contradicciones políticas y sociales de la época, dos posiciones, dos hermanos que construyen destinos diferentes y que se ubican en orillas opuestas. Comienza con una “machadiana” advertencia referida a los cuadernos manuscritos dejados por el consejero José da Costa Marcondes Aires, diplomático, “escritos con un pensamiento interior”, que han servido de referencia al narrador para esta historia y de quien después escribirá como una especie de diario personal o informe, separado cronológicamente (enero de 1888 a agosto de 1889), su última novela Memorial de Aires. El Génesis[26] cuenta la historia de estos hermanos, Rebeca, la esposa de Isaac, quedó encinta y sintió que “los hijos chocasen entre si en su seno”, más adelante Yavé le dice: “Dos naciones hay en tu seno; dos pueblos se separarán desde tus entrañas. Uno será más fuerte que el otro, y el mayor servirá al menor”. Los mellizos que de ahí nacieron fueron Esaú y Jacob. Thomas Mann[27] escribe “Las historias de Jacob”, en su novela “José y sus hermanos”, incursiona en las personalidades de ambos: Jacob, el pastor, no era belicoso, su alma era débil y timorata; Esaú era cazador, errante, hijo del inframundo, hombre viril y fuerte, el hermano mayor a quien Jacob usurpó la bendición del padre que lo designaba como primogénito. Las viejas diferencias de los hermanos, desde la mitología griega con Castor y Pólux que terminaron siendo la constelación de los gemelos: Géminis; desde la latina con Rómulo y Remo, los fundadores de Roma.
Es la misma contradicción de los hermanos que han nacido del mismo vientre que Machado cuenta en su Brasil contemporáneo a través de los hijos de Natividad y Agustín José de Santos, hombre capitalista y director de un banco. Los gemelos vieron la luz un 7 de abril de 1870 y fueron llamados Pedro y Pablo, también “dos hermanos gemelos en la fe” que indicaba cierta rivalidad: Pablo habló de la doctrina del espíritu de Cristo, Pedro el apóstol, contó sobre la doctrina de Cristo vivo, de carne y huesos. Al primer año, la madre consultó sobre el porvenir de ambos a una indita adivina, el oráculo fue oscuro, pero afirmó que “serían grandes y gloriosos”. Cuando crecieron, ambos eran muy parecidos, graciosos y robustos, Pablo era más agresivo, Pedro disimulado. Tenían, ante un mismo hecho, sentimientos opuestos, uno de estimación y el otro de envidia. Mientras Pablo decía una respuesta subversiva: “nací en el aniversario del día en que Pedro I cayó del trono”, y colgaba en su cuarto un cuadro de Robespierre. Pedro, colgaba uno de Luis XVI y decía haber nacido “en el aniversario del día en que subió al trono Su Majestad”, refiriéndose a Pedro II, el Emperador de su tiempo. Pablo, de ideas republicanas, paulistas, le decían, sería abogado; a Pedro le señalaban ideas coloniales, estudiaría para médico. En 1888 una cuestión grave los hizo estar de acuerdo, aunque por distinta razón, fue la emancipación de los esclavos, Pedro pensaba que era un acto de justicia y Pablo un principio de revolución, dijo en un discurso: “la abolición es la aurora de la libertad, esperamos el sol; emancipado el negro, falta emancipar el blanco”. Aires amigo de la familia y tutor de los jóvenes, los estudiaba y observaba, dice: “lo importante es que cada cual tenga sus ideas y se bata con ellas hasta que triunfen.”.
Se enamoraron de la misma muchacha, Flora, un año menor que ellos. Pablo prefería la conversación con ella; Pedro escucharla tocar el piano. Ella se confundía entre los dos, ambos la querían, eran dos caras de una misma moneda, “¡Ay, dos almas en mi seno moran!”. No pudo escoger, murió, que no es más que “una cesación de la libertad de vivir”, paralelamente el escritor relaciona el hecho ficticio con los sucesos históricos del momento y escribe “…cesación perpetua, mientras que el decreto de aquel día valió sólo por 72 horas. Al cabo de 72 horas, todas las libertades iban a ser restablecidas, menos la de vivir. El que murió, murió”.
Para Flora fue dilema similar al que cuenta Machado en Trío en la menor: María Regina era una muchacha a la que le preocupaban simultáneamente dos hombres: Masiel, de veintisiete años y Miranda, de cincuenta, ella estaba enamorada de los dos. Ella amaba la música, los dos hombres desconfiaban uno del otro, se detestaban y sufrían, al final aborrecieron a la muchacha, ambos eran individualmente insuficientes, aunque a ella le quedaba la esperanza. Ella era un alma ansiosa de perfección soñada, su pena era “vagar toda la eternidad entre dos astros incompletos”.
La vida de ambos personajes (y la del autor), se desarrolla dentro del conflicto político y social de Brasil, nacen al concluir la guerra de la Triple Alianza, con el inicio de la gran inmigración extranjera, un año después una primer victoria legislativa concede libertad a los niños nacidos de madre esclava, a los dieciocho años de edad se da la abolición de la esclavitud (1888), un año más tarde, Pedro II es derrocado, en medio de convulsiones se proclama la República, nació la República Federal de Brasil(1889), después se disuelve el Congreso y se impone un poder dictatorial(1891): “la palabra del generalísimo, como su espada, bastaba para defender y consumar la obra comenzada”.
Agitados tiempos fueron aquellos que sacudieron los poderosos elementos de la vieja estructura política y económica. La dictadura abrió las puertas de un largo y escabroso túnel por el que debió transitar el Brasil con intermitencias de libertad durante casi un siglo. Ese fue su tiempo y en ese narra su ficción.
Estos personajes, viven las crisis entre la esclavitud y el abolicionismo, entre la monarquía y la república, entre las provincias coloniales y los estados federados, de las posiciones conservadoras y las liberales, cada uno toma un bando distinto. Comenta: “Si hay muchas sonrisas cuando un partido sube, también hay muchas lágrimas del otro que baja y de las lágrimas y las sonrisas se hace el primer día de la situación”. Pablo comenzó a hacer oposición al gobierno, “ésta no es la República de mis sueños”; mientras Pedro moderaba su tono, acabando de aceptar el accidentado y naciente régimen republicano, pensaba “que con eso era bastante, y hasta demasiado”. Ambos fueron electos diputados por partidos opuestos; no estaban en buena armonía, según veían sus amigos, parecía que se detestaban.
Recoge en la narración una discusión interesante, es simple pero evidente reflejo de las contradicciones polarizadas de la época. Se trata de un rótulo común de una confitería fundada treinta años atrás, su nombre era “Confitería del Imperio”, un rótulo como ese, en medio de las protestas, podría ser objeto de exaltaciones y afectar el negocio, ¿Qué nombre ponerle ahora?, pensaron usar: “Confitería de la República”, pero si se vuelve a cambiar de régimen igual suerte iba a correr por las pasiones de los del bando contrario. También pensó ponerle “Confitería del Gobierno”, que podría servir tanto para un régimen como para el otro, pero en este caso el problema era que todo gobierno tiene una oposición, entonces la suerte del rótulo y del negocio también era previsible. Finalmente, otras ideas surgieron, como la de ponerle el nombre de la calle, dejar el rótulo original y agregar “… Fundada en 1860” o “…de la Ley”. La solución final fue poner el nombre del dueño: “Confitería de Custodio”, de tal forma que no tuviera ni significado político ni figuración histórica, ni nada que llamase la atención a ninguno de los regimenes y que pusiera en peligro los pasteles de la casa, la vida del propietario y sus empleados. Aquí se describen, con una sutil ironía, pero con claridad suficiente, las polarizaciones e inquietudes de la época, el debate político, las contradicciones y la efervescencia de los grandes cambios de fines del siglo XIX de los que Machado fue testigo y describió con magistral “prudencia” de funcionario público.
Mencionaré un cuento que igual refleja ese cambiante panorama político de la época: Un hombre célebre. Pestana, creador de polkas, al quedar viudo después de haber sido casado con una joven viuda, pensó en abandonar la música, pero después de componer una misa de Réquiem que se entrenaría en el aniversario del funeral, luego, tomaría otro oficio. Pasaron los meses, el año y el Réquiem nunca estuvo listo. El editor fue a haberlo, todo mundo se preguntaba si se le había agotado el talento; le propuso un contrato por veinte polkas en doce meses, la primera le urgía, debía llamarse “¡Bravos, a la elección directa!”, porque los liberales serían llamados al poder, no se trata de hacer política, le decía, “sino de ponerle un buen título de ocasión”. Alguna que otra vez se despertaba en él “el maestro inédito”, en 1885 ganó el primer lugar entre los compositores de este género musical. Aquel año tuvo una fiebre que se le acrecentó, el editor iba a buscarlo para pedirle “una polka para festejar la subida al gabinete conservador que se acababa de formar”. Pestana dijo: “Como he de morirme pronto, le dejaré hechas dos polkas: la segunda para cuando vuelvan los liberales”. Esta fue la única picardía de su vida, murió en la madrugada siguiente.
La novela Esaú y Jacob, por encima de las otras, refleja de mejor manera esas diferencias político-sociales del Brasil de su tiempo, pedazos de historia, de las que Brás dice “la voluble historia que da para todo” y Capistrano de Abreu[28] afirma que “la Historia no ha pasado de ser un largo anecdotario”. Están aquí, el debate de las opiniones, aunque, ninguna de sus obras es ajena a ellas, a pesar de la sutileza con que pretende pasar indiferente, tan solo mostrar, sin involucrarse, desde la distancia del espectador y el narrador insensible, casi como en una estantería de productos de comercio exhibe el pensamiento: “Las mismas ideas no conservan siempre el nombre del padre; muchas parecen huérfanas, nacidas de nada y de nadie. Cada cual las toma, las vierte como puede, y va a llevarlas al mercado, donde todos las tienen por suyas.”
Están ahí, entre sus cuentos, los trazos de esas pistas que va tejiendo la historia, los acontecimientos se mencionan en el contexto de la ficción, son anécdotas o complementos de la vida ordinaria que no existe separada del contexto. Como Policarpo, maestro, que, en Cuento de escuela, vive en la época de la Regencia, aunque tenía algún partido político, no se sabía cual, leía los diarios con gran interés. Un alumno no va a clases porque siguió marchando tras los soldados: “En la calle hallé una compañía del batallón de fusileros que marchaba a tambor batiente”.
Tiene Machado cuerda de vibrante narrador y poeta que suena lejos desde el cercano país que a través de él se extiende inmenso hasta el presente imponente, irónico e indiferente con su palabra breve, brevísima, de musical armonía escrita y ese natural coloquio hablado que lleva venas portuguesas bajo la piel del Brasil mulato, madero rojizo, robusto, heterogéneo y expresivo, de lenguaje florido, latino y libre de ataduras, con anclas de referencia y la osa mayor de horizonte en el firmamento. Piel morena y lengua autóctona liberada que brota desde la efervescencia histórica de su tiempo y fluye por el Amazonas con sus inmensos y salvajes brazos extendidos en aquel bien entrado siglo diecinueve entre los vientos que soplan de un lado y otro, de monárquicos y republicanos, de abolicionistas y esclavistas, de diversidad y disputas, de inmigraciones crecientes que desde el otro lado del Atlántico buscan el inmenso verde de aquello que en algún tiempo ya pasado llamaron “Vera Cruz”(Tierra de la Cruz Verdadera).
Se agita el continente bajo el calor de las revueltas y los sobresaltos del pensamiento, se abren heridas morales, corre sangre tibia que se enfría y coagula al abandonar los canales de su origen, caluroso sudor de esclavos que se absorbe en los surcos de la historia que transcurre. Desde esa nación naciente que como un gigante despierta y sacude el Sur, al Oeste, escribe Machado renovando y reinventando, independizando del brasileño su lengua entre la silenciosa acción del verbo y la identidad propia del sustantivo que surge entrelazado entre metáforas y costumbres, por escabrosos laberintos de una enriquecida narrativa inesperada con tantos rincones de humanas interioridades y sorprendentes finales, dejando muchas veces al lector alguna parte de las conclusiones. Como cuenta el autor en uno de sus cuentos “El canónigo” o “metafísica del estilo”, cree que las palabras tienen sexo, “se aman y se casan y su matrimonio es lo que llamamos estilo”, él ha logrado casar muchos adjetivos y sustantivos, quien le ofrece sus gracias, que no se contenta con un amor cualquiera, sino con el suyo, el predestinado.
Mientras Brás desde la muerte escribe sus memorias póstumas, el doctor Simão Bacamarte descubre su verdad que lo termina encerrando en su propia erudita soledad, Quincas busca la filosofía de todas las explicaciones, los mellizos Pedro y Pablo, como Esaú y Jacob se traban en la lucha irreconciliable desde el vientre materno y después se ubican en esquinas opuestas, Aires, el diplomático retirado escribe sus cuadernos manuscritos mientras se siente incapaz en la viudez en volver a arrancar el amor a alguien, el Alférez encuentra la parte complementaria de su alma desde la adulación que le produce el reflejo de su imagen uniformada en el espejo, Nicolás se revuelca desde sus entrañas ante las ventajas, la belleza o la perfección de otros mientras Augusta se idolatra a sí misma ante su propia belleza y aquella mujer deseada, muere sin saber dar eso que llaman amor. Falcão, se regocija con la riqueza y el dinero que cuenta, el propio y el ajeno. Un enfermero airea las ventanas de la conciencia, como ya lo descubrió Brás Cubas, gozando la herencia del hombre que ha matado mientras ofrece misas y da simbólicos donativos; Rangel, sin alistarse en el ejército es capaz de ganar batallas y llegar a ser brigadier utilizando únicamente su agitada imaginación. Rubión se refugia en el triste silencio cuando volvía del delirio y Capitu deja la tormentosa duda de los celos en Don Casmurro y de paso nos inquieta tal vez porque, como escribe Guimarães Rosa: “los celos son más costosos de calmar que el amor”.
ORIGEN Y LEGADO
Joaquim Maria, nació el 22 de junio de 1839 en un barrio popular de Río de Janeiro, hijo de padre mestizo y madre mulata de Azores quien fue esclava, de extracción humilde, tuvo que luchar por superar las restricciones impuestas de su origen, “blanquearse” (desde aquel paradigma imperial y Lusitano) con el lenguaje y brillar desde su realismo machadiano en el romanticismo tardío brasileño, llegando a ser una de las figuras más sobresalientes de la literatura portuguesa. Tanto fue así que habiendo conservando en el teñido de su piel y los moderados rasgos, el oscuro propio y opacado de sus ancestros, su certificado de defunción dice: “edad 69 años, viudo, natural de esta capital, funcionario público, color blanco”, desde la tumba, como alguno de sus personajes, su genio había logrado escribir y hasta vuelto discretamente a hacer sonreír. Tuvo las dificultades de origen de los grandes, como Alexander Dumas quien llegó a ser uno de los escritores más prolíferos de Francia a pesar que su rostro no ocultaba los dolores oscuros de la abuela materna esclava en Haití, la colonia francesa depredada y empobrecida por los colonialistas franceses, quien como escribe Alejo Carpentier[29] en la novela “El siglo de las luces” (1962): “con la libertad, llegó la guillotina”, contradictoriamente, mientras en Paris se proclamaban los “Derechos del hombre” en América se daba el peor de los exterminios contra los nativos y los negros traídos de África. La misma escalera que necesitan subir los inmortales, nacidos de la pobreza, el abandono o aquellos marcados como bastardos, que tienen que quemarse en el crisol de la exclusión y templar el acero del espíritu en la escasa oportunidad que tienen que buscar, asir del brazo y conquistar hasta llegar a la cima soñada.
Según Fuentes, “en la literatura hispanoamericana del siglo XIX hubo escasos milagros, salvo el de la poesía”; afirma que la prosa renació bajo la pluma de Machado “mulato carioca pobre, hijo de albañil, autodidacta, que aprendió el francés en una panadería, que sufrió de epilepsia, como Dostoievski, que era miope, como Tolstoi, que escondía su genio dentro de un cuerpo tan frágil como el de otro brasileño, Aleijadinho, también mulato, pero además leproso, trabajando solo y solamente de noche, cuando no podía ser visto”. De Assis “es un adelantado del mundo de la imaginación y de la ironía, del mestizaje y del contagio en un mundo amenazado cada día mas por los verdugos del racismo, la xenofobia, el fundamentalismo religioso y otro, implacable fundamentalismo: el del mercado”.
Machado suelta su pluma que recorre páginas blancas y las llenas de líneas y párrafos, creando libros que recogen algo nuevo que despierta. Están siendo descubiertos así los ruidos, giros y trampas secretas del idioma que interpreta, sensitivo, ¡percibirle!, es el entorno realista que le acoge. La escurridiza introspección del ser humano, marcando un ritmo y un estilo, mofándose de la lucidez bajo una crítica artística de altura y sutil encanto. Desempolvando los ídolos y haciendo nuevos altares, sin extravagancias ni inentendibles construcciones, dejando al descubierto el irredento espíritu que en él palpita, dejándolo correr, volar más allá de la distancia que nos separa, superando al tiempo implacable e irreducible. Mostró un esplendor y guardó silencio, una renovada imaginación vivificada se desparrama sola sin cuencas ni cauces restrictivos haciendo galas de libertad, flexibilidad y gracia. Ya lo dijo José Martí, “la hermosura era el único freno de la libertad” y en otra ocasión agrega: “se ama el ingenio que complace, no el genio que devora”. Tuvo la belleza de lo actual e imperecedero, la facilidad ligera y comprensible del lenguaje, su fin primero y último.
Según Carlos Fuentes (Panamá, 1928; escritor mexicano) con la novela, “Memorias Póstumas de Brás Cubas”, escrita “con la pluma de la risa y la tinta de la melancolía”, otra gran novela latinoamericana escrita desde la muerte, el Pedro Páramo de Juan Rulfo, el escritor brasileño se convierte en heredero de la tradición cervantino que la potencia y actualiza”. ¿Ser muerto es ser universal?, “para ser universales, ¿los latinoamericanos tenemos que estar muertos?”.
No hay en Machado un acongojado espíritu que escribe sollozante por las amarguras cotidianas de la vida humana, hay un descubrir y un mostrar desde una prosa risueña, que resulta fluida, comprensible, acuciosa y sorprendente. Como perfilada para curar la melancolía, la tristeza y en estos tiempos contemporáneos, lo que los entendidos llaman depresión o estrés.
Tiene una riqueza que se desborda de ideas sueltas y profundamente comunes, pero ocultas; sensaciones ajenas que son nuestras e innumerables dudas que saltan de sus textos y como ranas van de brinco en brinco, de charco en charco, sin encontrar reposo, se renuevan, son actuales. Explorando o picoteando entre la vida y la muerte, el amor y la infidelidad, el poder y la política, la exclusión social y la desigualdad, la vanidad, la riqueza, la ambición, la envidia, los celos, y más aún: la locura, todas ellas en una multitud que se aglomera que brota aquí o allá, se pone sus máscaras y se muestra en la pública comedia que se repite de una época a otra, en todos los escenarios, plazas y arrabales, renovando más sobre lo mismo: las debilidades y comportamientos tan humanos, que se escurren, brotan y se esconden, que todos llevan y ocultan, hasta sorprende, parece, poner a la luz lo conocido.
En Mariana, Evaristo después de haber vagado por Europa, regresa por curiosidad y se pregunta ¿Qué se habrá hecho Mariana? Tal vez haya muerto y si vive debe tener cuarenta y cinco, cinco menos que él. La buscó en su casa. Ella preguntó ¿Por qué tardaste tanto?, fueron cuatro años de pasión. Para ella el amor había acabado desde hacía tiempo. Ahora estaba casada con Javier quien estaba enfermo, murió unas semanas después. Evaristo buscó a la viuda para una visita de pésame, no quiso recibir a nadie. Un mes después estaba de nuevo en París, no pudo asistir a una comedia de su amigo que había sido un fracaso, ¡cosas del teatro! Dijo, “unas comedias caen mientras otras se eternizan en el repertorio”.
Dos cosas que vale la pena resaltar están aquí, una sobre las características de sus personajes, una viuda más que se menciona. Hay en muchas de sus narraciones viudos o viudas, como él lo fue, desde cinco años antes de su muerte. El consejero Aires, Brás Cubas, Don Casmurro y tantos otros, sufren o se benefician de ese estatus que no es ni de matrimonio ni de soltería, pero es soledad e incertidumbre, la indeseable oportunidad tiene sabor a hastío y a resignada orfandad. De esta especial categoría de personajes están llenos sus cuentos, no menciono uno, digo en muchos.
Otra sobre lo que se remarca siempre que la vida es como una comedia, es transitoria y pasajera, puede arrancar aplausos o carecer de público que lo haga, unos duran más en el escenario, pero a fin de cuenta, todas terminan un día, igual que la vida, es el amor, más pasajero aún.
En la vida real los actores no pueden escoger el papel que harán, no por eso dejan de actuar, a pesar de la inmensa plataforma teatral, parece que la obra está mal distribuida, los papeles se muestran confusos o equivocados. Lo propio aparece desnudo a la vista, suele provocar vergüenza o disimulo, o como pasa con las ranas, croar es la cosa más deliciosa de este mundo.
A fines del siglo XIX, las letras brasileñas conocen uno de sus mejores momentos; la llamada “generación de la Academia” hubo una época fecunda. La prosa tuvo a Machado de Assis quien conquistó la universalidad, dio comienzo en rigor la literatura nacional en Brasil, de él Carlos Fuentes dice que es “el escritor más curioso e interesante de América Latina. También estaban José Alentar quien introduce la ficción indigenista, Raúl Pompeia, escritor naturalista, Rui Barboza, en la crítica y el ensayo, Euclides de Cunha, con sus relatos sociales, Coelho Neto, un novelista consagrado. La poesía tuvo a Olavo Bilac, Alberto de Oliveria y Raimundo Correia, la trinidad parnasiana. Le siguen Lima Barreto, del premodernismo, Monteiro Lobato con la literatura infantil y juvenil. Vino el modernismo como movimiento renovador de las letras brasileñas que se extendió de la forma al contenido, la sencillez comenzó a ganar terreno. Nuevas fases dieron cabida al esplendor de los años treinta. Fue Carlos Drummond de Andrade el gran renovador de la poesía. José Lins do Regó novelista con la ficción de sus propias vivencias. Era la reconstrucción cultural del Brasil buscando en las raíces íntimas y propias del pueblo brasileño, en un paisaje humano, lleno de dolor, abandono y sufrimiento. Allí están Graciliano Ramos, un maestro en el oficio, su obra es testimonio del pueblo y de su tiempo para todos los tiempos. Erico Verissimo que sigue estando presente, Dionelio Machado maestro del cuento, Mário de Andrade, escritor y musicólogo, desde el ensayo hasta el cuento, Matheus de Lima, José de Vasconcelos, el poeta Jorge de Lima, Jorge Amado, … El crítico literario José Verissimo escribió: “nuestras letras, sin duda, son un cementerio. Con algunas tumbas adornadas”. Algunos, a pesar de memorables, ya no se leen, yacen en sus sepulcros áridos. Sufren de la peor de las muertes: el olvido. Lima Barreto en una de sus novelas escribe: “La gente es reacia a recordar los nombres de los autores (…) La obra es todo, para el pueblo pequeño, el autor, nada”.
En el año de la muerte de Machado nace João Guimarães Rosa quien cuenta las historias del Brasil inimaginable e incomprendido, desconocido, con el uso del lenguaje rural y regionalista. Desde su cargado barroco de vueltas y mas vueltas, donde la cadencia de la mixtura del lenguaje y la imaginación marca la pauta saturada de imágenes y metáforas en el “Gran Sentón: Veredas”, para llegar por fin adonde se tiene que llegar, tal y como escribió Homero en la Ilíada: “y por muchas subidas y bajadas y veredas, por fin llegaron, llegaron a las casas”. Descubrimos lo que siempre hemos sabido, pero olvidamos, escribe Guimarães: “lo más importante y bonito del mundo es esto: que las personas no están siempre iguales, todavía no han sido terminadas; pero que siempre van cambiando. Afinan y desafinan. Verdad mayor. Es lo que la vida me ha enseñado. Eso es lo que me alegra, un montón.”[30]
Primero fue Machado, quien brilla bajo el cielo del Brasil extenso, desigual, profundo y saqueado, aún entre las estrellas del azul, amarillo y verde, en su tumba aguardan vistosamente frescos muy floridos ramos; él marcó una pauta, abrió puertas propias y universales, trazó senderos, fue como un despertar, después vinieron otros desde la lengua portuguesa y más allá. No es un asunto cronológico, es algo más, no hay segunda sin primera, cualquier nombre que se agregue será después, el antes ya está reservado, hubo Machado de Assis.
Fue Joaquim Machado al portugués, como Rubén Darío (1867 – 1916), nacido en el insignificante anonimato de un pueblo distante y pequeño, brilló más fuerte que la luz, llegando a ser el reconocido renovador. Ambos desde el otro lado del Atlántico, más al Sur, desde la América indígena, mestiza, esclava y mulata que renuevan a la Península Ibérica la que misteriosamente se desprende del viejo continente como la inmensa “Balsa de piedra” (1986) de Saramago, para unirse mucho más que sólo geográficamente con el “nuevo”.
Darío escribió “Los Raros” (Buenos Aires, 1893) en donde recoge “con entusiasmo, admiración sincera, mucha lectura y no poca buena intención”, un conjunto de ensayos sobre un grupo representativo de veintiún escritores de la época en quienes descubrió algo grande que decir, entre ellos: Allan Poe, Paul Verlaine, León Bloy, Ibsen, José Martí, Paul Adam… En un comentario inicial a manera de Prólogo (1905) dice: “me he acercado a algunos de mis ídolos de antaño y he reconocido mas de un engaño de mi manera de percibir”. ¿Por qué no está aquí Machado con quien tuvo la oportunidad de cruzarse en la vida, aunque en distintos espacios y lenguas, durante cuarenta y un fructíferos años? ¿Una omisión, un olvido, un descuido, un desfase? Machado vino antes, se fue primero y Darío partió ocho años después. Ambos fueron inmortales desde antes de morir. El ilustre carioca, clásico de la literatura portuguesa, estuvo indudablemente entre los escritores contemporáneos que Darío leyó. Dos visitas realizó Rubén a Brasil, una en 1906 y otra en 1912. Un poema, muy poco divulgado, casi olvidado, escrito en Río de Janeiro en septiembre de 1906, bajo el titulo “A Machado D´Assis” lo confirma; dice lo siguiente[31]:
“Dulce anciano que vi, en su Brasil de fuego
y de vida y de amor, todo modestia y gracia.
Moreno que de la India tuvo su aristocracia;
aspecto mandarino, lengua de sabio griego.
Acepta este recuerdo de quien oyó una tarde
en tu divino Río tu palabra salubre,
dando al orgullo todos los harapos en que arde,
y a la envidia ruin lo que apenas la cubre.”
Durante aquella primera visita, Machado estaba enfermo con la carga de sus sesenta y siete años, solo y triste tras la muerte de su esposa Carolina (1904), aquel hombre que tuvo siempre una salud frágil y durante su infancia fue epiléptico y tartamudo, quizás no tuvo tiempo de regresar con similares palabras el elogio expresado por el poeta nicaragüense, tan solo le quedaron dos años para esperar la muerte la que por fin llego un 29 de septiembre de 1908. No hay en su obra ninguna referencia a la obra de su admirador.
Desde la prosa refleja el mundo urbano asocial, como lo hizo Baudelaire en su poesía. Escribe desde fuera y desde dentro, desde rincones apartados donde a veces da terror entrar; lo hace sin miedos, bajo la sombra apacible de un cercano y frondoso humor que no solo es “heredero de la tradición cervantina, sino que la potencializa y actualiza”, es una estrella brillando en el árido cielo novelístico iberoamericano del antepasado siglo XIX que se proyecta como una estrella fugaz con su alo de luces hasta nuestro tiempo.
Su obra se fue creando entre 1860 y 1908, tejiéndose como una gran red de pescador, se hilvanaban sus perdurables hilos y uno cruzaba a otro, se ataban aquí y se soltaban allá, pero esto no ha terminado, la obra posterior ahora es la obra de su obra y no la de él. De alguna manera hemos caído entre sus redes. La obra literaria, en este caso, se le ha separado, es cierto, es su producto, pero no queda estática e indiferente, se ha soltado renovándose, adquiere vida a partir de cada lector y en cada nuevo comentario, como éste, que alguien ha comenzado ha expresar y está por concluir habiendo sido recogido por una parte de esa red que él mismo ha tirado al mar azul. Como dijo el poeta Carlos Martínez Rivas[32], “mi obra se defiende sola”, la de Machado, con justa razón y derecho propio, también.
Una época, que cruza de la mitad de un siglo y el inicio de otro, pintada en frescos murales de hojas escritas, novelas, cuentos, teatro, poemas y críticas, un retrato de definidos perfiles, modestos contornos e inmortales brillos. Auténticamente clásico e innovador, referencia indiscutible, punto de partida y puerto de llegada. Una melodiosa sinfonía o un concierto que una multitud de instrumentos juntos complementan los sonidos, enlazando los tiempos y silencios que tienen su propio encanto insustituible y necesario de polémica armonía. Navega agitando las aguas de un esperado amanecer con la palabra rebelde ataviada de simpleza, compuesta para formar racimos frescos, coloridos, de variadas historias contadas; padre de la literatura brasileña, precursor de dorados laureles, gacela que corre ágil por el campo rústico, sin tropiezos, pez que nada entre las letras portuguesas y universales como pez bajo el agua y canta su canto silencioso y vuela como una golondrina haciendo verano.
Pudo decir Machado, como lo declaró el poeta modernista Darío: “detesto la vida y el tiempo que me tocó nacer”, fue aquella una época de decadencia en la que ellos despertaron las letras de su lengua natal de su soñoliento ocaso. Fue un inexplicable, casi solos, solitos, como en una isla remota, tal vez por la virtud del genio escribiendo, inventando y descubriendo, descubriéndose, desde la misma Casa Verde de Itaguaí en la que su ficción se tomó la libertad de encerrar a un sabio.
Referencias bibliográficas principales
Fuentes, Carlos; “Machado de la Mancha”, Fondo de Cultura Económica, México, Primera edición 2001.
“Cuentos brasileños”, Editorial popular letra grande, Madrid, España, 1991.
Machado de Assis, Joaquim Maira, “O Alienista”, L&PM Editores, 1998, Porto Alegre, Impreso No Brasil, Outono de 2005.
Machado de Assis; “Don Casmurro”, Edición de Pablo del Barco, Cátedra Letras Universales, 1991, Madrid.
Machado de Assis; “Memorias Póstumas de Brás Cubas”, Ediciones de la Flor, Traducción Adriana Amante, Argentina, 2003.
Machado J. M., de Assis; “Las academias de Siam y otros cuentos”, Fondo de Cultura Económica, México, Selección, traducción y prologo de Francisco Cervantes, 1986.
Machado J. M., de Assis; “La cartomántica, El espejo, La iglesia del diablo”, Magoria, traducción de José Luis Sánchez, Ediciones Obelisco S.L., España, 1ra. Edición, octubre 2000,
Machado de Assis; “Cuentos”, Biblioteca Ayacucho Numero 33, Caracas, Venezuela; Selección y Prólogo Alfredo Bosi; impreso en España, 2da edición, agosto 1988.
Machado de Assis; “Quincas Borba”, Biblioteca Ayacucho Numero 52, Caracas, Venezuela; Prologo y notas Roberto Schwarz, Traducción Juan García Gayo; impreso en España, enero 1979.
Machado de Assis, “El Alienista y otros cuentos”, Editorial Porrúa, S. A. Impreso en México 1993.
Machado; “Memorial de Aires”, Ediciones Corregidor 2001, Impreso en Buenos Aires, Argentina, abril 2002.
Machado de Assis, “Esaú y Jacob”, Fondo de Cultura Económica, Chile 2008.
Machado de Assis, “Crónicas escogidas”, Traducción de Alfredo Coello, Madrid, España, primera edición 2008.
[1] José Saramago (Azinhaga, 1922), novelista portugués, Premio Nobel de Literatura en 1998. Su novela, Historia del Cerco de Lisboa, fue publicada en 1989.
[2] Pablo Neruda, poeta chileno (1904 – 1973), Premio Nobel de Literatura 1971. Desde 1917 adoptó como su nombre ese seudónimo, siendo su verdadero Neftalí Reyes Basoalto. Cita es del poema 20: Puedo escribir los versos.
[3] “E todo o mundo é um grande livro aberto / Que em ignorada lingua me sorri”, Fernando Antonio Nogueira Pessoa, Lisboa (1888 – 1935), poeta, periodista, traductor. Uso varios heterónimos entre ellos: Ricardo Reis, Álvaro de Campos, Alberto Caeiro. José Saramago (1922) escribió la novela “El año de la muerte de Ricardo Reis” (1984).
[4] Rubén Darío (Nicaragua, 1867 – 1916), Padre del Modernismo. Versos tomados de: A Roosevelt. (Málaga, 1904) poema
[5] Jorge Amado, escritor brasileño, nacido en Bahía (1912 – 2001). Fue miembro de la Academia Brasileña de las Letras desde 1961.
[6] Pablo Antonio Cuadra, poeta, ensayista, dramaturgo y crítico nicaragüense (1912 – 2002), uno de los fundadores del Movimiento de Vanguardia en Nicaragua en 1931.
[7] Sergio Ramírez Mercado, destacado cuentista, ensayista y novelista nicaragüense (Masatepe, 1942). Fue miembro de la Junta de Gobierno de Reconstrucción Nacional (1979-1984) y Vicepresidente de la República (1984 -1990). Referencia tomada del discurso de ingreso como miembro de número a la Academia Nicaragüense de la Lengua, 15 de mayo de 2003.
[8] Oscar Wilde, (1854-1900) uno de los más célebres escritores ingleses en verso y prosa.
[9] De la novela “Tieta de Agreste” (1977) del escritor brasileño Jorge Amado.
[10] Demian, (1919), la historia de Emil Sinclair. Hermann Hess, alemán, (1877 – 1962), Premio Nobel de Literatura 1946.
[11] Jorge Luis Borges, escritor y poeta argentino, 1899 – 1986.
[12] Titus Petronio, (árbitro de la elegancia), escritor latino, siglo I d.C, presunto autor de “El Satiricón”, o “Sátira de costumbres romanas”, Novela romana que cuenta sobre la Roma del tiempo de Nerón. Cita tomada de la novela, capítulo 132.
[13] Dario Fo, dramaturgo italiano (1926), Premio Nobel de literatura 1997.
[14] Sergio Pitol Demeneghi, escritor, traductor y diplomático mexicano, (Puebla, 1933).
[15] Eclesiastés: Capítulo I, versículo 18; Capítulo II, versículo 3.
[16] Escritor y crítico brasileño, 1888 – 1973.
[17] Cita de “Elogio de la Locura”, (Erasmo de Rótterdam, 1508). Timón el Silógrafo (320-230 a.d.C) es filósofo escéptico griego y poeta satírico.
[18] Marco Tulio Cicerón, (106 a.C. – 43 a. C), orador, jurista, político, filósofo y escritor romano.
[19] Alfonso Cortés (León, Nicaragua, 9/12/1893 – 3/2/1969), poeta, en 1922 obtuvo el primer premio en los Juegos Florales de Quetzaltenango, Guatemala. La noche del 18 de febrero de 1927, perdió repentinamente la razón, se volvió loco, permaneciendo encerrado y encadenado “sentiría así bullir locos pretextos”, con periodos de lucidez y accesos de esquizofrenia hasta marzo de 1944 cuando fue trasladado al Hospital para enfermos mentales. Vivió en la misma casa de Rubén Darío. Está sepultado en la Catedral de León junto a los restos de Darío y Salomón de la Selva.
[20] Sacerdote y poeta nicaragüense, nació en Granada, Nicaragua en 1922. Fue Ministro de Cultura duran la década del ochenta con el gobierno sandinista después del derrocamiento de la Dictadura Somocista en julio de 1979. Referencia tomada del ensayo “Alfonso Cortes” incorporado a la selección de los mejores 30 poemas del poeta (1970).
[21] Albert Camus, francés, nacido en Argelia (1913 – 1960), Premio Nobel de literatura 1957.
[22] Uno de los heterónimos con que escribió Fernando Pessoa: “pessoa” es personas, personalidades diferentes que se expresan. Otros usados fueron Alberto Caeiro, Álvaro de Campos. Pessoa (Lisboa 1888 – 1935), poeta, figura clave del modernismo portugués.
[23] Percy Bysshe Shelley, poeta británico (1792-1822) fue uno de los más importantes e influyentes poetas del romanticismo.
[24] Del poema de Pessoa: “La pálida luz”.
[25] “Flor, teléfono, muchacha”, cuento de Carlos Drummond de Andrade, 1902 – 1987, uno de los grandes poetas de Brasil.
[26] Génesis, capítulo 25, versículos 21-28.
[27] Thomas Mann escritor alemán (1875 – 1955), Premio Nobel de Literatura 1929. En 1933 publicó la primera novela de una tetralogía de las “Historias de Jacob”: José y sus hermanos. Le siguieron: La juventud de José, José en Egipto y José el proveedor.
[28] João Capistrano de Abreu, historiador brasileño, 1853 – 1927.
[29] Alejo Carpentier, 1904 – 1980, novelista y narrador cubano. Fue propuesto en varias ocasiones para el Premio Nobel de Literatura.
[30] João Guimaraes Rosa, médico, escritor y diplomático brasileño, miembro de la Academia Brasileña de Letras de la que Machado fue fundador. La publicación de Gran Sertón: Veredas en 1956 supuso una revolución en la literatura brasileña, una mezcla del portugués culto y el dialecto de Minas Gerais. Expresa la “preocupación del hombre por su destino en un mundo dominado por la presencia constante y amenazadora del Mal”.
[31] Rocca Pablo; Universidad de la República, Montevideo, Uruguay; Ensayo: “En el Brasil de fuego” (encuentros y desencuentros de Rubén Darío y Machado de Assis); Anales de la Literatura Hispanoamericana, volumen 35, 2006.
[32] Carlos Martínez Rivas, poeta nicaragüense, Granada, 1924 – 1998.