CONTROL DE LA VIOLENCIA POR EL ESTADO Y LA SOCIEDAD
Los órganos de seguridad pública son las entidades más visibles del poder público que normalmente están presentes en todo el tendido territorial de un país, tienen contacto cotidiano con los habitantes en la diversidad de sus actividades, en sus conflictos de convivencia, en los espacios públicos; la gente comúnmente ve, en el individuo uniformado al “representante de la autoridad”, en ello reconoce investido el poder institucional, al estado, su facultad coercitiva y preventiva, de castigar y proteger. En su naturaleza esencial, desde la definición amplia de “policía” según el derecho administrativo, es la facultad del estado para regular el derecho de los particulares en función del interés público. La agresión, desobediencia e irrespeto contra esa figura física y jurídica, es penada como “irrespeto a la autoridad”. Corresponde al poder público, representado por los órganos policiales, ejercer sobre los particulares control, regulación, para preservar el “orden público”, aunque modernamente se le identifica como “seguridad ciudadana” porque no es sólo un asunto en el cual el Estado es proveedor unilateral de un servicio, si no que los ciudadanos, sujetos activos con derechos y obligaciones puedan exigirlo, participar y contribuir a lograrlo desde la heterogeneidad y particularidad local-cultural. El Estado, en el contexto de la seguridad democrática, como parte de su ineludible responsabilidad en el bienestar de sus ciudadanos, está obligado a atender sus demandas, aspiraciones, percepciones y temores
Carlos Midence, en el polémico e ilustrado libro titulado “La invención de Nicaragua” (2008), desde una densa y comprometida prosa de letrado, afirma que a ciertos individuos se le atribuye el carácter esencial de ser “portadores del control disciplinario, así como la capacidad y la exclusividad de vigilar, castigar y administrar las costumbres, los bienes simbólicos y materiales de los otros”, aunque el autor se refiere a los “letrados” que desde ese privilegiado y minoritario estatus han escrito los cánones históricos y los parámetros de la identidad a la cual se pretende suscribir al resto, nosotros queremos tomarlo en el sentido de la institucionalidad. Continua afirmando, “se aplican diversas violencias que van desde la violencia física devenida de las leyes (el control de la violencia es uno de los elementos claves para la creación de un estado fuerte)” Desde la capacidad instituida se pretende controlar el discurso y el comportamiento, desde el modelo monárquico, colonial, oligárquico, republicano, conservador, liberal, neoliberal o socialista, se aplican los instrumentos del poder público y de la cultura para mantener el control sobre la violencia, contra el que se revela porque se siente ajeno a esa identidad y se sacude dentro o fuera del margen de lo “permitible”. Un estado fuerte es aquel que es capaz de controlarla, administrarla, graduarla. Facilitar espacio de expresión, participación efectiva y equidad, disminuye los riesgos de violencia. Cuando la violencia en sus diversas, evidentes y solapadas manifestaciones se sale del control, es obvia la debilidad de la institucionalidad estatal, lo cual puede llevar a los extremos de su resquebrajamiento. La dictadura somocista, por ejemplo, a fines de la década del setenta, había perdido el control sobre la inconformidad popular que desencadenó la violencia revolucionaria, a pesar de su arbitrariedad y ferocidad, lo que estaba demostrando era debilidad y desesperación, ante un fenómeno popular que se le salió de las manos y que su aparato represivo era incapaz de mantener sobre sus “límites”. Los niveles de violencia criminal crecientes en algunos países del mundo, particularmente de América Latina, son catalogados como uno de los síntomas de “Estado fallido”. El Tratado Marco de Seguridad Democrática en Centroamérica reconoce que la violencia criminal y la corrupción pública y privada se han constituido en las nuevas amenazas a la “seguridad democrática” en la región. Los niveles de violencia delictiva creciente en Guatemala, El Salvador, Honduras y México, son amenazas a la estabilidad político social, evidencian un estado débil, permeable por la delincuencia organizada nacional y transnacional, deterioran su nivel de “desarrollo humano”. Se identifica la corrupción como factor que debilita la facultad de servicio, protección, regulación y coerción del Estado en la búsqueda del “bien común”, desnaturaliza la esencia de su función. El simple hecho de que el Estado no sea capaz de preservar un “orden justo”, que su fuerza pública legítima no sea competente para preservar la tranquilidad y prevenir la “violencia” desde una visión democrática, participativa e incluyente, muestra un Estado débil. La gobernabilidad o gobernanza, el alcance de los fines previsibles, posibles y necesarios en un estado social de derecho, su eficacia, requiere institución fuerte y una sociedad activa, cuyos componentes principalmente son la institucionalidad democrática, la participación y el control social, la transparencia en la gestión, el alcance de objetivos y metas de desarrollo para el bienestar común y la fuerza pública eficaz para evitar o contrarrestar la violencia en sus manifestaciones que puedan atentar contra su propia existencia.
Según encuestas de opinión en diversos países centroamericanos, principalmente del triángulo norte, una mayoría de la población estaría de acuerdo en que se apliquen medidas de hecho para luchar contra la delincuencia, en que los militares asuman el control ante la gravedad de la violencia criminal, y que las personas apliquen justicia por su propia mano ante la creciente desconfianza en las instituciones del sector público. Todo ello constituye una amenaza a la “democracia participativa”. Por eso, no es casual, que los partidos políticos en algunas contiendas electorales, insistan entre sus votantes en que van a resolver ese problema con medidas de “mano dura”. La violencia es un fenómeno social multicausal. El Estado está obligado a prevenirla e incidir sobre ella, es el principal responsable en crear un ambiente de armonía basado en criterios de respeto, equidad e inclusión y, en facilitar a la sociedad en su diversidad para evitarla, desde el nivel local y popular y no solamente desde “elites” que se autoatribuyen representatividad. Cuando la violencia se alienta, el viento la atiza, puede provocar incontrolables incendios que quema y arrasa con la propia institucionalidad.
La policía, la cara más visible y extendida del poder público, debe fortalecer la confianza y credibilidad en la población para reducir las acciones sociales violentas desde la comunidad y los abusos en el uso de su fuerza institucional. La violencia es multifacética, puede tener diversos orígenes y expresiones: económica, social, política, laboral, étnica, religiosa, criminal,…Cuando sus manifestaciones llegan a los extremos, la fuerza pública tiene que enfrentarlas, pero corresponde a la sociedad y al Estado desde su ineludible responsabilidad, abordarlas con firmeza y prontitud desde su raíz e identificar las causas para la solución pacífica, basada en el diálogo y la tolerancia, pero también, si fuera necesario, en el uso de la coerción. Dejarla caminar es un riesgo, luego correrá, después, no la veremos pasar, nos habrá perturbado por sus lesiones físicas y morales de profundas desconfianzas y lamentables legados que heredaremos junto a las culpas inútiles por las soluciones no dadas cuando se pudo.