Anécdotas del Padre Azarías Pallais
Por el maestro Publio Bautista Díaz (Chinandega 1927 – Managua 2008)
I. Todo para los demás.
En una mañana soleada visitó a Pallais un destacado comerciante de la localidad quien, agradecido por sus oraciones y generosa labor sacerdotal, le regaló dos camas: una personal y otra matrimonial. La segunda la obsequió a una pareja de recién casados de Corinto. La primera la entregó a un muchacho sencillo, músico, quien trabajaba en la Aduana del Puerto de Corinto, de nombre Publio Bautista[1], quien tuvo la oportunidad de convivir en la modesta casa del sacerdote durante casi 5 años (1946-1950), periodo durante el cual aprendió muchas cosas de él.
Esa cama, en la que posteriormente el padre Pallais hacía la siesta cuando visitaba su casa en Chinandega, aún se conserva en la que fuera la residencia del destacado músico.
El primer regalo que Publio recibió del padre Pallais fue cuando tenía 14 años: le entregó cincuenta pesos para que se comprara un caballo, no de raza, pero mansito, como insistió el sacerdote. Todos los días iba el muchacho “fachento” al río Acome para bañarlo.
II. Coma y no tenga miedo.
El padre Pallais tenía una cualidad que para muchos sería un fatal obstáculo para lograr riquezas: todas las cosas que le daban como regalo o agradecimiento las terminaba regalando a los necesitados.
Una tarde de jueves un famoso ganadero contrató como de costumbre a una señora para que le lavara y planchara algunas docenas de ropa. El ganadero le pagó en efectivo y como agradecimiento por su buen trabajo, le regaló tres libras de la mejor carne que exportaba. La doña aceptó con entusiasmo el donativo. Sin embargo, era jueves santo por la noche. La señora era muy católica y se dio cuenta de la vaina: ella y su numerosa familia no podrían probar el suculento manjar por la abstención de comer carne en esa época de guardar. Para colmo, el dinero que había recibido sólo le alcanzaba para pagar algunas deudas y comprar la manteca y el arroz. El viernes santo por la mañana la doña visitó acongojada al sacerdote y le platicó sobre su dilema. El sacerdote, con su peculiar brillo en sus ojos, le dio unas simpáticas palmaditas en el hombro y le dijo: “hijita, cómase esa carne, no la desperdicie, que no es malo. Muchos se abstienen de carne de res, pero gustan del pescado o las langostas durante la cuaresma y profanan el día cometiendo otros pecados por ahí… Coma y no tenga miedo.”
III. Vaya tranquilo.
Era sabido por la comunidad corinteña que al Padre lo buscaban, con el fin de consultarle sobre diversos asuntos, pastores de distintas denominaciones cristianas y eruditos de muchas disciplinas.
Un día al joven Publio Bautista le llamaron de la Iglesia Bautista de esa comunidad (una de las primeras iglesias evangélicas de Nicaragua) para que tocara en una boda, pero este, temeroso de las costumbres del catolicismo que profesaba, pero también de la incomodidad que tal actividad podría traer a su maestro el padre Pallais, le consultó de inmediato, esperando un consejo o quizás una amonestación. Sin embargo, el cura le dijo sin pensarla dos veces: “¡Vaya hijito! ¡Vaya tranquilo! Así se gana sus centavitos”.
IV. La misa de mañana.
A pesar de su ferviente fe y su benevolencia, tenía un defecto o una fragilidad: era miedoso a la oscuridad y a las cosas de esa índole. El joven Publio vivía con el sacerdote Pallais; él le pedía que le acompañara cada vez que iba de noche al servicio higiénico por su “fobia a las oscuridades”; en eso se podría decir que se asemejaba a Rubén Darío.
No acostumbraba usar reloj porque tenía una filosofía: “no quiero ser esclavo del tiempo.” Además, si tuviera algún reloj (comprado o regalado) seguramente lo regalaría a cualquiera que considerara que lo necesitaba más que él o lo vendería para comprar comida y darla a los hambrientos. Padecía, sin embargo, de una excesiva puntualidad basada en su propia intuición.
En una ocasión le solicitaron celebrar una misa a las seis de la mañana en la iglesia de El Realejo. Como siempre se fue muy temprano, de tal forma que llegó al pueblo como a las 3:45 de la madrugada, por lo que se dispuso a darse una dormidita en una banca de la orilla de un puente que cruzaba el estero. El sacerdote se durmió doblando su cuello y declinando su cabeza. En la mermada claridad de la madrugada sólo se lograba distinguir una sotana en un cuerpo sin cabeza. A las 5 de la mañana acostumbraba llegar un grupo de mujeres para lavar su ropa. Cantando aquellas baladas de antaño, una de ellas observó con curiosidad al lado del puente y vio con asombro un bulto oscuro que supuso era “el padre sin cabeza” acostado en la banca. Gritó: “¡El padre sin cabeza! y las otras miraron y confirmaron asustadas, gritando lo mismo. El sacerdote, quien dormía incómodo, pero dormía, fue despertado súbitamente por el tropel y el griterío de las escandalizadas mujeres; al recuperar la conciencia, escuchó: “¡el padre sin cabeza”! Inmediatamente se puso de pie, tomó su bolso y corrió sorprendido huyendo del lugar. Corrió tras las mujeres buscando refugio; ellas, sin distinguirlo aún, continuaron corriendo desesperadas, pues el “padre sin cabeza” las perseguía… El asunto fue aclarado poco después. El sacerdote celebró su misa, aunque un poco más cansado que de costumbre.
El sacerdote tenía una cualidad por la que no era querido por algunos clérigos de la diócesis: no cobraba por las misas, sobre todo a las personas humildes; si recibía algo voluntario era para darlo a los músicos que le acompañaban en las ceremonias. Vivía de la caridad de otros y confiaba en la providencia divina.
V. La extrema unción.
Durante uno de los meses calurosos del año, como a las 12 de la noche, golpearon desesperadamente la puerta. El padre Pallais abrió con desconfianza y encontró a un hombre bajo, de aspecto sencillo, descalzo. Le dijo: “Padre, necesitamos que vaya a dar la extrema unción a don fulano de tal… ya se está muriendo”. El sacerdote decidió ir con los implementos religiosos necesarios para dicha urgencia. Llegó al lugar y al entrar, observó a una mujer llorando al lado del agonizante; dos niños acostados (la pequeña casa no tenía divisiones internas), unas cazuelas vacías, dos taburetes y dos tijeras de camas; una cocina de piedra y leña, y candelas para alumbrarse. Bueno, el sacerdote hizo su oficio religioso con dedicada devoción. Le rindieron las gracias y se fue muy conmovido por la miseria que padecía esa familia.
Al día siguiente Publio le acompañó al Mercado Municipal, porque el sacerdote decidió llevarle una buena y surtida provisión a la desdichada familia. Las vendedoras lo conocían bien; al percibir su propósito, supusieron que era alguna de sus altruistas acciones y le dieron cosas de más.
Por la tarde llegaron a la dirección para entregar el valioso donativo. La misma casa de tabla, algo oscura por el desgaste. Golpearon, pero nadie atendió. “Es extraño –dijo el sacerdote- debería haber vela y gente adentro o afuera”. Decidieron preguntar a uno de los vecinos, quien les dijo un poco extrañado: “Padre, hubo vela, pero fue hace nueve días, la familia era del campo y se mudó al cerro”. El sacerdote, medio asustado, se persignó y diligentemente se retiró temeroso y pensativo.
Así fue como el sacerdote le dio la extrema unción a un muerto de nueve días.
VI. Yo te absuelvo.
Con sotana raída y sombrero arrugado, porque los que le daban sus amigos y benefactores sólo pasaban por sus manos en tránsito con destino a otros que carecían de ellos y los necesitaban más.
Viajaba en segunda clase…porque no había tercera; compraba y llevaba en la mano una ración de “chancho con yuca”, envuelto en hoja de plátano que compraba en el mercado.
Fustigaba a los poderosos y en aquellos tiempos en que los sacerdotes temblaban ante los obispos, se portaba olímpicamente ante ellos. El padre Pallais tenía un dicho: “Muchos obispos, ¡ni a cura llegan!”
Cuando venía a Chinandega, se hospedaba en casa de su antiguo alumno el Dr. Cristino Gavarrete y de allí salía a recorrer las calles y hogares sin itinerario, como un andariego de primera; le gustaba caminar y mientras caminaba, saludaba a la gente que se encontraba.
Se apareció un día en momentos que el Dr. Gavarrete se disponía a marcharse en un coche de caballos, camino a una pequeña finca cercana a la ciudad, donde el Dr. Carlos Molina festejaba su cumpleaños (1950). El Dr. Gavarrete pidió al sacerdote que lo acompañara, y aceptó.
La fiesta estaba encendida y dos guapas mozas en “déshabillé” servían las mesas de los varones; tal era la costumbre de aquel Dr. Molina.
Al aproximarse el coche, el anfitrión observó gratamente sorprendido, pero alarmado, que quien acompañaba al Dr. Gavarrete era el mismísimo sacerdote Pallais, y preocupado por darle la bienvenida, corrió a ordenar a las mujeres que desaparecieran del lugar.
Tal vez el sacerdote no las vio o se hizo el que no las vio; pero lo cierto es que se bajó, saludó, se sentó en una mesa y comenzó a conversar animadamente.
Luego, y quizás después de un aperitivo, vino el almuerzo, y el sacerdote comió un rico trozo de carne de lomo de aguja asada, muy suave y rociada con naranjo agrio y chile y, como bastimento, plátano verde. Demás está decir que se dio un delicioso atracón de todo aquello que hasta se chupó los dedos.
Pasó el tiempo, vino el regreso al que se agregó el Dr. Juan Salinas; en el camino empezó a hablar de las mujeres con ánimo de oír algún comentario del padre.
-¿Ya vio qué zángano es Carlos?
-¿Por qué?- preguntó el sacerdote, haciéndose el desentendido-.
-¿No observó que al llegar Usted y Cristino unas mujeres semivestidas salieron corriendo?
-No, no puse atención.
-Pues eran unas mujeres vestidas provocativamente, que había llevado Carlos para servir las mesas.
-Pero yo no vi nada – dijo el Padre. –
-Cuando Ud. llegó, Carlos, sorprendido, ordenó que desaparecieran ¿No se fijó Ud.?
-Nada vi, y mejor que haya sido así. Contestó el Padre. Además –agregó con su original énfasis. – con esa carne asada tan rica que nos hizo servir, para mí todos sus pecados le son perdonados.
Una carcajada puso fin al comentario.
VII. Una virtud
Decía el poeta: “Política es el arte de engañar al pueblo”. Siempre veía con reserva a los políticos locales y nacionales que se dedicaban al deteriorado oficio.
Hace mucho tiempo existía en Chinandega un personaje que estaba a tiempo completo en la política de oposición al gobierno, y como no desempeñaba puesto alguno, ni tenía mayores recursos, la pasaba pobremente y algunos días en la cárcel y mucho tiempo en el exilio.
Mientras tanto mantenía amores con una heroica mujer que, comprensiva de sus particulares relaciones, prudentemente guardaba la distancia para no interferir en la vida política de su amado. Ella le metía el hombro, preparándole sus alimentos, alistándoles sus vestidos y trabajando en otras faenas.
Pero tras la vida de vacas flacas, vino el repunte, cayó el gobierno y subió el partido del político opositor; entonces él retornó a la patria y llegó a ocupar un importante cargo. Pero para algunas personas nunca llegan las vacas gordas: al poco tiempo la fiel mujer murió.
Su amante la atendió en su enfermedad y se mostró adolorido en sus funerales; y como estaba arriba mandando, muchos correligionarios lo acompañaron. El político presidió el cortejo fúnebre inmediatamente después del féretro, lo cual se prestó para que no pocos de los asistentes, no obstante, su aparente actitud, hicieran comentarios cáusticos y maliciosos.
Uno de ellos se acercó a Azarías Pallais, quien estaba presente entre los acompañantes del entierro:
-¡Habrase visto Padre! ¡el colmo de la desvergüenza: un político importante presidiendo el duelo de su querida!
-¡Ay, hijo!-le contestó el sacerdote- a veces hay errores que persistir en ellos es una virtud.
VIII. Cuando se ganó la lotería
Pallais no era jugador de lotería, no le gustaba, pero los vendedores le insistían tanto que les terminaban dejando el billete en una mesa de la casa cural; Pallais les pagaba, al fin y al cabo, decía, para ayudarles.
A comienzos de los años 50 resultó favorecido con el premio mayor y una buena cantidad de dinero. Fue motivo de noticia para toda Nicaragua y notición para occidente. Al siguiente día, después de haber leído la buena nueva en el periódico, un amigo de Managua le envió un telegrama urgente diciendo: “Padre Pallais, guarde ese dinero para que le respalde en su vejez”.
El telegrama le llegó por la tarde. Al siguiente día el sacerdote le contestó, mediante otro telegrama así: “Gracias amigo por el consejo, pero me llegó tarde”. El altruista hombre ya había distribuido su recién adquirida “fortuna” entre los necesitados de El Realejo y Corinto; hasta promovió posteriormente un caserío popular…
Cuatro años después, el ilustre poeta, erudito, religioso comprometido y, sobre todo, humano amigo de los pobres, falleció.
Chinandega, 2005 – 2008
[1] El autor de estas líneas.