CONMEMORAR, AUNQUE NO SE TENGA ¿EXPRESIÓN CULTURAL U OBSTÁCULO?
Diciembre es mes de celebraciones, a pesar de la pobreza, quienes pueden celebran y quienes no añoran o se endeudan para celebrar. La gritería es la más popular, en donde niños, niñas y adultos, principalmente los más sencillos, con su costalito al hombro, cada quien trata, si el tiempo le da, llenarlo con una variedad de gorras obtenidas de cada altar adornado de artística creatividad, dispersos en barrios urbanos y caseríos rurales de casi todo Nicaragua, por la sola asistencia, enunciar el grito tradicional y medio cantar una canción a la Virgen. Creyentes y no creyentes cumplen la tradición heredada desde los albores de la colonia, pero perfectamente adaptada a la idiosincrasia nacional. En Nicaragua se es muy “maternal” o “matriarcal”, la madre tiene una determinante influencia en la vida personal, alrededor de ella es común que la familia se junte, el padre, puede estar ausente, pero ella, siempre está allí, aglutinando, y también reproduciendo el esquema social y cultural desde una posición subordinada, pero silenciosamente determinante, resignada. No es casual que la celebración religioso-popular de la Purísima Concepción de María, tenga en Nicaragua un toque arraigado tan especial, tradicional y simbólico. Un nicaragüense, esté donde esté, grita la Purísima y reparte lo que puede para recordar y compartir con otros compatriotas, desde la distancia, el añorante sabor a patria. El católico, a su manera, se encomienda con fantástica o moderada devoción, agradece por los favores concedidos y pide por los nuevos, demanda protección y encomienda a los suyos. Esta práctica de misticismo, folclor, costumbre y solidaridad, desde mi punto de vista es un importante referente de la reserva moral de nuestra identidad, por encima de la religiosidad de la cual se enviste, siempre y cuando, se mantenga como un acto espontáneo que se vive y hereda.
Una familia pobre, da lo que tiene y lo que no tiene en cada celebración. Puede ser este un gesto desinteresado de desprendimiento, característico de la cultura. Si la celebración es religiosa, la ofrenda al altar, la limosna y la veladora, la promesa al milagroso santo(a) de su devoción en las fiestas patronales, en donde la autoridad municipal y religiosa, “saca la casa por la ventana”, para hacer de la jornada anual (que se prolonga por varios días) algo mejor que el año precedente. Abunda la pólvora, los arreglos florales, las enramadas, el comercio de vender, comer y beber llena los timbiriches hasta donde llegan las grandes empresas distribuidoras de licores, cigarrillos y bebidas, quienes comparten los espacios con las fritanguerías, cominerías populares, dulcerías, cantinas y estantes con sus artículos paganos y religiosos. La música y los bailes religiosos, típicos y globalizados se mezclan en la plaza, los escaparates y las casas del pueblo. El sincretismo y la mixtura se imponen en todos los sentidos.
No quiero referirme ahora a lo dicho anteriormente, solamente lo menciono como un antecedente de nuestra cotidianidad que no podemos olvidar. Quiero enfatizar a continuación, otro asunto distinto, pero quizás vinculado.
Muchas veces me he preguntado, ¿Por qué si hay tanta gente que no tiene trabajo o ingresos fijos para cubrir ni el costo de la canasta básica, es decir, son parte de ese dramático 65% de personas en condición de pobreza y pobreza extrema, cuando la niña o el niño se bautiza, da la primera comunión o la jovencita cumple sus quince floridos años, familias se endeudan, sacan de donde no tiene, para celebrar? Estos y otros acontecimientos, no pueden pasar en el olvido, son simbólicos, desde la vida personal, religiosa y social. La niña, en su temprana adolescencia, se viste de rosado, un vestido que quizás utilizará una sola vez y los padres, especialmente la madre, conmemorarán por encima de sus posibilidades, aquella transición. No celebrar genera sensación de frustración u obligación no cumplida. Hacerlo implica gastar lo que no se tiene, pedir prestado, empeñar algo, y ser consciente que, para las próximas semanas, no habrá quizás qué comer, pero quedará la satisfacción por no haber dejado en el olvido tan magno acontecimiento.
Cuando el(la) joven se bachillera, la mayoría de los padres quieren que reciba su “cartón” y suba al estrado, de toga y birrete y no de uniforme, aunque el Ministerio de Educación (equivocadamente según piensan algunos) recomiende que sea así ¿Cómo es posible que el muchacho o la muchacha, después de tanto esfuerzo y sacrificio asista a la ceremonia (tal vez la mayor que las oportunidades de la vida le deparen) con el uniforme de todos los días? Los(as) alumnos y padres se organizan, los(as) maestros apoyan, para hacer del acto, un momento solemne, vienen nuevas deudas, se gasta lo que no se tiene, aunque exista la certeza que después no habrá dinero para ninguna otra obligación básica, pero queda la ilusión, el momento instantáneamente guardado que servirá de consuelo para todo el porvenir.
Desde la lógica económico social de desarrollo, uno puede pensar, ¿Cómo es posible que un padre, una madre o tutor y el homenajeado (en el caso pueda decidir) no prefiera guardar el dinero para invertirlo en su futuro (no digamos largo, sino inmediato), para la compra de los libros del siguiente año escolar, alguna comida familiar para los próximos días o en reparar el techo agujereado de la casa? El sentido común (que en este caso no tiene importancia) nos dice, que debería ser preferible estas últimas cosas a gastar todo en un evento que reforzará el mundo de ficción y donde habrá “aparente abundancia” por unas horas para después quedar nuevamente todo, desolado y escaso.
Esa lógica no funciona en la convivencia cotidiana ni en la cultura popular, no solamente nacional, sino de una aparente idiosincrasia latinoamericana, una tradición surgida desde la rutina precolombina caciquesca pero asentada en la herencia colonial caudillesca, providencial y fantasiosa que nos ha sobrevivido hasta nuestros días. Parece que es una necesidad, tratar de hacer o mostrar algo, como un halago útil a la autoestima, una costumbre para imitar al que tiene o una comprensión limitada de nuestro mundo, en donde el momento hay que vivirlo ahora; por lo que pase después, desde la visión providencial de nuestra existencia, “Dios proveerá”.
Lo anterior, no se manifiesta sólo en la vida familiar y comunitaria, sino que está presente en la dinámica política e institucional. Celebrar un aniversario de fundación de una institución gubernamental o no gubernamental, de la misma Policía Nacional, por ejemplo, es una larga y costosa jornada, como decía un exdirector y fundador, “son las fiestas patronales que se celebran anualmente”. En ella, hay actos solemnes, ascensos, condecoraciones, despliegue publicitario, convivios, saludos, placas, tarimas y discursos; durante esos días, la cotidiana labor operativa y administrativa se reduce, muchos(as) celebran; es una necesaria obligación que enfatiza nuestra cultura social e institucional. Es un evento que se prolonga por días con variadas manifestaciones que indudablemente tienen costos económicos. Aunque el presupuesto sea limitado no importa, se transferirán de un rubro a otro, se pedirán donaciones a los “amigos y colaboradores desinteresados”, pero fiesta habrá, aunque la unidad policial ni las patrullas descompuestas no sean reparadas, aunque no se mejoren las condiciones de trabajo ni se compre el combustible adicional que falta para ir a cubrir las denuncias. Esos recursos adicionales tendrán como destino alimentar “la tradición”, fortalecer la “imagen”.
Desde las máximas esferas de la administración pública de Nicaragua, en uno de los cuatro países más pobres del Continente, en unas épocas mas que en otras, los actos públicos, han estado saturados de hermosas y vistosas tarimas, con micrófonos y equipos de sonido para ser escuchado por las multitudes, grupos musicales, grandes despliegues para la movilización, publicidad y rótulos; y en las fiestas de salón en donde departen exquisitos bocadillos y música de calidad el círculo oligárquico, familiar y/o empresarial que disfruta lo que preferiblemente el escaso fondo nacional pagará. Todo ello tiene costos significativos que, si se sumaran, podrían transformarse en casas de habitación para la gente más pobre, en reparación de calles y caminos, mantenimiento de escuelas y hospitales, abastecimiento de insumos para la salud, la educación y la seguridad pública, tres de las más sensibles demandas sociales, condiciones necesarias e indispensables para el desarrollo humano sostenible de los(as) nicaragüenses.
Lo anterior, no es ajeno a la “costumbre”, a los “estilos” y a los “factores culturales” aceptados, tolerados, reproducidos de generación en generación, a veces una mezcla de corrupción, manipulación y oportunismo que se “monta” en las creencias y ritos que nos acompañan, se exacerban y “justifican” desde lo “popular y tradicional”. ¿Qué quiere escuchar, ver y sentir la gente? Expreso lo anterior, sin el ánimo de pretender cambiarlo (soy impotente para poder hacerlo), simplemente comparto una interpretación que muestra, una especie de pesada traba o grillete de la cual nos cuesta liberarnos para avanzar porque parece estar “indisolublemente unida a la mayoría de nosotros mismos”. ¿Afecta eso el desarrollo económico y social del país? ¿Tiene alguna relación con nuestro bajo nivel de desarrollo humano, las características de nuestras instituciones y de la clase política, social y económica que asume las riendas del poder? ¿Cómo conciliar lo que puede ser una tradición cultural legítima, una práctica social compatible con lo que debería ser la racionalidad de celebrar-conmemorar sin sacrificar o arriesgar la escasez, lo que no tenemos y necesitamos para construir nuestro desarrollo colectivo?