Reflexiones

DE ESTOS RECIENTES MUERTOS NO ME LIBRES SEÑOR

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December 10, 2009

La última vez que conversé telefónicamente con el poeta Octavio Robleto (Comalapa, 1935-   2009) fue para hablar de aquello que con los años uno valora cada vez más: “la importancia de las cosas pequeñas y cotidianas”, motivado por la reciente publicación de un artículo de opinión del suscrito en el Nuevo Diario. Días después volvimos a hablar para vernos en una fecha no precisa, ¿quién hubiera dicho que aquel encuentro no sería posible porque la vida de Robleto, en una de esas cotidianidades, le tenía preparada inesperadamente la inmortalidad?  Guardo la imagen del poeta por su sencillez, su poesía enamorada del amanecer, del agua fresca matutina, de las frutas y el café, de cada nuevo día en su rutina, entre los recuerdos y la tranquilidad de las palabras, como el lenguaje al que apelaba la sueca Selma Lagerlöf y ahora Saramago, como para volver a ser niños ante la necesidad de volver a lo simple según lo reconoció Aureliano Buendía en “Cien años de soledad” después de haberse “revolcado en el mutador de la gloria”.  Hablamos, durante los breves momentos compartidos, de libros leídos y no leídos, de autores, de gustos y disgustos; él en su refugio de Ciudad Jardín con su biblioteca y el jardincito florido y verde que su Socorrito, su esposa, compañera y amiga, quien incansable recorre las tarimas de los teatros para hacer de la comedia nacional una imborrable huella cultural, cuida y riega con devota dedicación.  Sobre el escritorio quedan varias hojas en blanco, entre las gavetas, en el interior de los libros apiñados en los estantes están los trozos de papel con los poemas concluidos e inconclusos y los textos escritos corregidos y a medio corregir…

Apenas unos meses antes, en uno de esos actos de rebeldía que le caracterizaba, al periodista y poeta de pantalón y camisa negra, bajo la música de la música de sus versos insuficientemente reconocidos, desde la soledad de su propia existencia, de frágil contextura y recia imaginación, Raúl Orozco (1946 – 2009), retó a la vida y decidió irse por la puerta de atrás con la misteriosa señora, su compañera silenciosa, la misma que nos espera y suele acompañarnos con su improvisada presencia un día a todos.  Raúl renegaba de las cosas extravagantes y también de las cotidianas, escribía poemas por el verdadero gusto de escribirlos, aunque no se los publicaran.  Algo de kafkiano o quizás la angustia de Kertész cargada desde los campos de concentración, quedó en sus escritos. Percibí del poeta una profunda sensibilidad bajo su apariencia oscura y a veces dura y crítica de su rostro, que cuando reía, lo hacía de verdad, para reírse y satirizar. Detrás se esconden las insatisfacciones y algo más que no sabemos y ni siquiera sospechamos, la terquedad en no aceptar las cosas como son o como se dicen deben ser, la legítima voluntad por hacer un mundo nuevo, al hombre nuevo que se vive desgastando, que en cada época volvemos a soñarlo.  Sus sueños se van con él, allí, detrás de sus versos, entre las líneas, lo que logremos entender nos quedará a nosotros…

El poeta dariano Edgardo Buitrago (León, 1924 – 2009) prefería tener los ojos cerrados porque de muy poco le servían abiertos, hace poco decidió cerrarlos para siempre; en medio de las mismas limitaciones de Borges, ante la imposibilidad de leer y escribir, aprendió a escuchar y dictar, agudizando el sentido del oído y la memoria; le era suficiente escuchar la voz de alguien conocido para identificar quién era y decir su nombre completo con impresionante precisión, aun a aquellos que por las circunstancias, rara vez podíamos encontrarlo.  Lo recuerdo desde el pódium de la semi construida Iglesia de Fátima de la Colonia Centroamérica a mediados de la década del setenta, disertando, en una de las jornadas franciscanas, sobre la vida y obra de Francisco de Asís o sobre la historia de la celebración mariana en Nicaragua.  Más recientemente caminando apoyado en los brazos de alguien, con su bastón y su cabeza agachada, con la dificultad para levantarse y erguirse, con su apariencia silenciosa y recogida escuchándolo y asimilándolo todo para después decir con certera erudición, lo que tendría que ser dicho…

DE ESTOS RECIENTES MUERTOS NO ME LIBRES SEÑOR

A Lizandro Chávez Alfaro (Bluefields, 1929 – 2006) lo encontré en su fugaz incursión diplomática como Embajador en Hungría durante la primavera de 1989 bajo el esplendor exótico de la ciudad de Budapest dividida en Buda y Pest por el Danubio gris que en un tiempo pasado fue azul.  Su nombre fue uno de los primeros aprendidos en la literatura nicaragüense durante el primer año de secundaria con “Los monos de San Telmo” (1963), junto a “El Comandante” (1969) y “De tierra y agua” (1965) del poeta Fernando Silva (Granada, 1927), el narrador insigne del nicaragüense a quien la vida sigue llenando de vistosos atardeceres.  Fueron ellos los primeros que me motivaron la lectura y despertaron el interés por desconocidos rincones del país y por esos recovecos coloquiales de la literatura nacional.   Años después lo encontré en su casa, casi solo y por caer en el olvido, acostado, deprimido, marcado aún por el accidente de 1996 y por el agudo dolor de un hijo perdido cuando apenas estaba en la niñez; incomodado por los dolores físico que a pesar de sospechar qué eran, se negaba inicialmente a aceptar lo irreversible, sus malestares lo tenían postrado, sin hambre y sin ganas de hacer nada.  Entrecortado por los estados de ánimo, hablamos de mi novela “Rostros ocultos” (2005) y del último libro de Umberto Eco (Italia, 1932) titulado “Historia de la Belleza” (2005) sobre al ideal estético que entregué en sus manos – me dijo: es prestado, pero no tuvo tiempo para regresarlo-, leímos algunas de sus partes, admiramos sus impresionantes ilustraciones que dan forma y sentido al texto. Su máquina de escribir mecánica, esos aparatos ahora en extinción, esperaba silenciosa por los siguientes escritos que nunca más serían tecleados. Dijo que escribía una novela sobre los caminos de Nicaragua del siglo XIX, me mostró el mamotreto de hojas mecanografiadas y corregidas con tinta azul, leyó en voz alta algunos párrafos y contó otros surgidos de su expandible imaginación a través de una fluida redacción.  Su escritorio lucía limpio y ordenada al igual que el archivo, tan ordenadito estaba que hasta los recibos de los servicios básicos, a pesar de las incomodidades de su salud, estaban guardados mes a mes en legajos y fólderes, tal vez para evitar dejar inconvenientes a la hora de partir.  Fue incorporado, sin disfrutar plenamente el momento ni asistir a ninguna sesión, tardíamente, tal vez por error, como miembro de la Academia Nicaragüense de la Lengua (diciembre 2005) en un acto sencillo efectuado en la sala de su casa de habitación. El Centro Nicaragüense de Escritores le rindió un homenaje porque este año estaría cumpliendo ochenta años. Cuando partió estaba listo y esperando el momento para irse, tenía prisa, un nuevo relato espera ser comenzado en la dimensión de lo desconocido.  Nosotros esperamos leer algún día (¿Dónde estarán esos manuscritos?) lo que quizás titularán cuando vean la luz: “Por los caminos de Nicaragua” – novela histórica inconclusa-, como todo a fin de cuentas suele ser.

La muerte vista en tantas muertes vividas a veces ronda más cerca de lo esperado.  Es más real cuando se aproxima y sucede cerca; desde lejos, es apenas un suceso ajeno en el cual ni pensamos, no lo creemos posible a pesar que la razón confirma que es lo único a esperar con certeza.  En agosto de 2008 el VIII Festival Internacional de Música Clásica fue dedicado al maestro Publio Bautista Díaz (Chinandega, 1927 – 2009) desde la platea del Teatro Rubén Darío escuchó satisfecho el concierto inaugural; se regocijó por la pasión que le acompañó desde los ocho años de edad en el solfeo, el violín y la viola, entre la Orquesta Sinfónica y la música sacra nicaragüense.  Trece meses después, en el acongojado malestar de su cuerpo tradicionalmente sano pero desgastado irremediablemente por los años, se percató que su brazo izquierdo ya no podría sostener el violín y que sus dedos no tenían la firmeza para presionar las cuerdas, entonces dijo: “¡qué tristeza, he perdido el violín!”, tres semanas después cayó en cama y no regresó…

Publio fue un gran maestro de la música clásica, para mí principalmente era mi padre con todo lo que implica.  Octavio fue el poeta que marcó junto a otros una época literaria, para mí fue el hombre sencillo y humano.  Raúl era un poeta entre las incomprensiones e intolerancias de un mundo distinto del que quisiéramos pensar, para mi escondía la fortaleza humana de la firmeza y la búsqueda constante. Edgardo el académico y humanista, para mí fue el maestro que venció la adversidad en la profunda quietud de la lucidez.  Lizandro, uno de los principales escritores de la narrativa nicaragüense del siglo XX, fue el autor que me despertó el interés irrenunciable por la lectura, mi refugio constante, dejando la huella que conservo y me regocija. Cuatro se han ido en el año que se va ¿Cómo olvidarlos? De ellos, no me libres Señor…

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FRANCISCO JAVIER BAUTISTA LARA
Managua, Nicaragua

Comparto referencias de mis libros y escritos diversos sobre seguridad, policía, literatura, asuntos sociales y económicos, como contribución a la sociedad. La primera versión de esta web fue obsequio de mi querido hijo Juan José Bautista De León en 2006. Él se anticipó a mí y partió el 1 de enero de 2016. Trataré de conservar con amor, y en su memoria, este espacio, porque fue parte de su dedicación profesional y muestra de afecto. Le agradezco su interés y apoyo en ayudarme a compartir.

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