MARCAS INOLVIDABLES
Después del terremoto de 1972, la Colonia Centroamérica, que ya había sufrido uno anterior, fue nuevamente dañada por la tragedia, aunque no tanto como la padecida en el viejo centro de la Capital. La Iglesia de Nuestra Señora de Fátima estaba en construcción, rústica y de estructura atípica, con sus colores grises y el piso embaldosado. Así fue el contexto del año siguiente, cuando al salir de la escuela primaria, comenzamos a visitarla, acogidos en un ambiente sano y motivados por hacer cosas útiles, ayudando en diversas tareas como monaguillo, junto a otros amigos, vecinos y compañeros de clase, apoyando en las labores cotidianas a la parroquia y la comunidad de la Orden de Frailes Menores. Estaban allí el padre Bernardino Forniconi, hombre laborioso y emprendedor, polémico y enojado a veces, pero de un gran corazón y compromiso y poco después el padre Mauro Iacomelli, más joven, de firmeza espiritual, con vocación de maestro y consejero. Desde la parroquia vecina del Barrio Riguero, con su rebeldía comprometida, el padre Uriel Molina. Llegó después y sigue estando por allí, desde su juventud sacerdotal, el padre Roberto Fernández.
En los tiempos aquellos, la organización parroquial esa menos diversificada que la actual, la comunidad era más pequeña, quienes llegábamos hacíamos de todo un poco. No había sacristán, por lo que dicha función, la fuimos asumiendo voluntariamente y por designación, al igual que la coordinación de los acólitos que con frecuencia querían servir varias misas al día con preferencias en algunos horarios. Varios permanecimos por años en aquella animada convivencia juvenil social, solidaria y afectiva. De aquel numeroso grupo, salieron hombres para los distintos destinos de la vida nacional, profesional y religiosa, las circunstancias personales e históricas del país fueron empujándonos a distintos horizontes.
Durante los años valiosos e inolvidables de niñez y adolescencia, pasaron muchos acontecimientos. Acompañamos desde la modestia del servicio prestado, a los visitantes franciscanos que tenían y siguen teniendo en la casa de los frailes, un lugar de reunión, tránsito y descanso. Estuvo por aquí monseñor Julián Barni, quien fuera Obispo de Matagalpa. Recuerdo la sonrisa fresca y amable de un fraile gordito y simpático que acostumbraba usar su hábito café cuyo nombre se ha popularizado por sus olores de santidad en San Rafael del Norte, me refiero al padre Odorico D´Andrea. Recuerdo particularmente Daniel Altighieri, quien por aquel entonces estaba en San Miguelito, y era un hombre de pocas palabras, a veces agrias y refunfuñonas.
Otros que no puedo obviar son el padre Domingo Gatti, siempre entusiasta, con sonrisa infantil y madurez de anciano, el mismo que unos años después, fue partícipe de las apariciones de la Virgen en Cuapa, al estar aquella jurisdicción bajo su parroquia de San Francisco en Juigalpa, donde antes estuvo Miguel Gonfia quien en su apostolado también pasó tantas veces por aquí. La fuerza del caminante de a pie y caballo, que entraban en cualquier rincón del campo, usando sus hábitos, tal y como siempre percibí a los frailes Damián Moratori y Antonino Baccaro. El padre Leonardo, era un hombre alto, aparentemente solemne y de contextura fuerte, pero de gran dulzura y simplicidad. Hubo una estela de frailes italianos, pero también nicaragüenses y de otros rincones, como el padre Palfi, yugoslavo, quien llegaba nuevo e ingenuo, proveniente de latitudes extrañas a estas las nuestras tan desconocidas. Pasaron por aquí y seguirán pasando toda una generación de frailes, aspirantes y seminaristas. Como Enrique Herrera, sencillo, obediente y trabajador, el actual Obispo de Jinotega; Peppe, Paco, Ramón, Marvin y Silvio, los dos últimos, nuestros vecinos y amigos de la Centroamérica. Silvio fue de los nuevos monaguillos que tuve la oportunidad de ver antes que el destino me ubicara en otras obligaciones a partir de 1979.
No puedo obviar a los frailes Terciarios Capuchinos quienes, sin ser parte de esta comunidad, participaron en sus actividades rutinarias durante algún tiempo, por cuanto administraban el Hogar Zacarías Guerra desde 1974, asistían para celebrar la misa vespertina. Durante los jueves y domingos, llegaban acompañados de los niños y jóvenes internos que se sentaban en las primeras filas. Ellos eran: Miguel, serio, delgado y de escasos cabellos, Alfredo, de hablar pausado y hermosa barba, casi como un Santa Claus, pero sin su traje navideño, y el tercero de ellos, -quien apenas hace unos años se jubiló- el hermano Horacio, el creador del nacimiento que año con año visitan en romerías por la creatividad natural de su diseño.
Como monaguillo o sacristán, encargado de un entusiasta grupo lleno de valores e inquietudes juveniles, estuve “cerca en la cocina de la parroquia”, viendo las cosas desde dentro y siendo partícipe, desde mi limitada condición, de algunas de ellas. Desde la cotidianidad y la solemnidad, desde lo material y espiritual, hubo un aprendizaje que a veces no es fácil de describir pero que me permitió percibir la grandeza de las personas, su búsqueda y compromiso en aquella comunidad itinerante, eso, muy por encima de los defectos, que confirman su ineludible naturaleza humana y los engrandece.
Omito muchos nombres y experiencias, algunas porque las olvido, aunque se cruzan en mi mente sus rostros, otros porque la extensión de lo que, escrito, por las restricciones del espacio, tiene que llegar al punto final.