INFIDENCIAS ENTRE VECINOS
Lo incurable de Josecito Cuadra y Jerónimo Álvarez
Buenos días, don Chepito, ¿cómo está? – decía quien escribe mientras le palmeaba el hombro-.
El poeta, con su cuerpo frágil, lento y errático, de lúcida e inagotable lectura y fluidos versos cotidianos que ahora sufren por la evasiva firmeza de la mano sobre el papel o los dedos sobre el teclado de su vieja máquina de escribir, yace acostado en su cama calientita al lado de su doña Julia desde su casa de la Colonia Centroamérica. Al fondo las ventanas de cristal dejan pasar la luz de un día que se vislumbra lluvioso por la temporada. Es sábado. Son las diez de la mañana; ha desayunado café con leche, pan y frutas, lleva a la mitad la lectura de los suplementos literarios que ahora, por cortesía, dobla y acomoda encima de la modesta mesita de noche de su lado izquierdo y que seguirá leyendo después.
Al escuchar el saludo, abre los ojos hundidos y opacos, agudiza el sentido para distinguir al visitante. Con una sonrisa deja escuchar su voz tenue al reconocerme.
¿Cómo estas Francisquito…?
Muy bien poeta, me han dicho que estaba enfermo, y que estuvo en el hospital durante algunas semanas, pero lo veo tan bien que parece mentira, ¿cómo se siente?
Se ríe. Puede perder cualquier cosa, menos el humor…
Hasta la pregunta es necia… Pues aquí, pasándola como me vez…
Doña Julia a su lado está acostadita, abre los ojos y vuelve a verme. La saludo.
Hola doña Julita, buenos días, ¿cómo amaneció usted?
Ella, como que no es con ella. Chepito escucha y dice: está sorda la Julita, no te oye, a veces se le olvidan las cosas. -Saludo con las manos. Sonríe, vuelve la cara al otro lado y cierra los ojos para pensar en lo que dejó inconcluso por la interrupción-.
¿Qué es lo que afectaba su tan estable salud don José?
Humm… enclenque querrás decir…
¡Ay los médicos!, son tan buenos, me han tratado tan bien, pero tengo que decirlo, no saben nada de estos malestares. Ellos hacían exámenes, tocaban aquí y allá, decían que era una cosa y después otra, que un dolor aquí y otro al otro lado… estaban confundidos. Yo les revelé la verdad, miren, lo que tengo es una ENFERMEDAD incurable, la ENFERMA-EDAD. ¡Es terrible!, es un mal que no se lo deseo a nadie…
Platicando y platicando, sobre cosas de apariencia insignificante sobre las cuales don José tiene habilidad para sacarles humor y de un hilo fino saca un grueso ovillo. Le comenté que su vecino de mucho tiempo atrás, don Jerónimo Álvarez, un amigo con quien compartió algunos traguitos en décadas atrás, cuando alguno escondidito, se resbalaba por la casa del otro y se tomaban unas cervecitas calientes, a como Josecito las prefiere, había publicado recientemente su primer poemario titulado “Trepanación poética” y se lo enviaba con una dedicatoria.
Gracias por traerme el libro y gracias a Jerónimo por enviármelo ¿y cómo está el amigo? – Preguntaba mientras abría las primeras hojas, pasaba por el índice y el prólogo, apreciaba la textura del libro, veía la foto en la contraportada… con ceremoniosa lentitud… –
Pues allí está, ¿sabe que es más joven que usted?, tres añitos menos, nació en 1917.
¡Así de joven está! Aja… Pues para que veas, no lo envidio, no envidio a nadie que llegue a estos grises años inciertos, así que no me da nada que Jerónimo sea más chavalo que yo.
Mirá, en la foto de la contraportada no gana, parece mayor de noventa; la otra vez vi una que le tomó Rolando Cruz, y en esa, si que sale bien, Jerónimo no aparenta ni ochenta… pensándolo bien ¿habrá alguna diferencia entre aparentar ochenta y pico y noventa y tantos?
Le cuento, así como lo ve, don Jerónimo dice que últimamente está cuidando la salud para evitar la acidez y los gases, ya no abusa de la comida, el sábado pasado, no quiso comerse de una vez el nacatamal acostumbrado, sólo la mitad con un vasito de cacao, sin embargo, a media mañana el hambre le apretó y terminó comiéndose la otra parte recalentada con su tasita extra de leche agria que compra en el vecindario… El hambre, dice, siempre vuelve, es incurable.
Eso sí me da envidia… hay algunas cosas que me son prohibidas, unas porque no debo y otras porque no puedo… como aquello que te conté el otro día – hace una seña indecible, pero que todos pueden deducir, con la mano derecha –, así que vivo del recuerdo, trago saliva y disfruto del gusto que hasta eso se me olvida a veces… – dice Josecito-.
Retoma el libro que tiene entre sus manos: ¿vos le escribiste el prólogo? Lo voy a leer primero, después leeré el resto. ¿Y sobre qué cosas se ha atrevido Jerónimo a escribir a estas alturas de la vida?
Pues de todo un poco, son poemas de los últimos sesenta años, sobre asuntos personales, sociales, políticos, religiosos y nacionales, un recorrido por su siglo que también es el suyo. Infaltablemente también para su doña Julia, que en el caso de él no se llamaba Julia, sino Ida Krüger. Se le fue hace una década, en cambio su doña Julia, la propia de usted, no lo deja, lo agarra muy bien de los pies y de la pijama, no lo suelta. Si alguien se quiere ir jala al otro. Usted no se puede escapar por allí, ni salírsele por la puerta trasera como dicen las malas lenguas lo hacía antes…
Se ríe don José… Murmura…:
¡Pobre mi doña Julia! Ya no escucha, además la pobre, está con mis mismos males, compartimos nuestra incurabilidad, que menos mal no es contagiosa, pero es mortal; ella puede caminar y se levanta a ver televisión en la sala, a mí me cuesta hacerlo. Algunos anhelan llegar a estos años, yo los regalo si alguien desea la ancianidad se la doy enterita ¿no te acordás de aquel cumpleaños reciente cuando te dije que podría regalar algunos años en racimos para los amigos y que por tu imprudencia de andar contando estas infidencias, se me armó la gran romería de pedigüeños en las afueras de mi casa? Ahora con esto que te digo, si te atreves a divulgarlo, a saber, cuántos se entusiasman ingenuamente y vienen por la ancianidad que quiero regalar completita…
Por la arrogancia de los años acumulados que dan derecho a la impuntualidad, al descuido, a olvidar la prisa y la pena y a no desatender el cansancio, don Josecito pide con un bostezo, ante la prolongada visita, la siesta de la media mañana; entonces salgo; él queda allí sufriendo y a la vez gozando, de sus indeseados y contradictoriamente anhelados privilegios.
¡Que el resto se muera de ganas!