MEMORIAS DE AMOR INCONCLUSAS E INCOMPLETAS
- En los tiempos de la antigua Persia, en el extremo de sus dominios que se extienden al oeste del legendario y emblemático río Éufrates, hacia la región de Siria, había una próspera, vieja y ahora extinta ciudad amurallada, muy en el extremo norte del desierto de Arabia, en donde vivía una bella princesa, hija del soberano de la importante urbe, era de ojos claros y luminosos, piel blanca, cejas negras y tupidas, lunar oscuro en el rostro, pelo azabache liso, rostro bello que encantaba más por su sonrisa tímida e inteligencia natural, su cuerpo era fresco y sensual, bañado, una vez a la semana, con leche de cabra y miel de abeja, frotado delicadamente con aceite de higos y hierbas frescas.
Tenía ella entonces, apenas diecisiete años cuando, en una sus tradicionales romerías en ocasión de las fiestas para honrar a los dioses que protegían a los habitantes y preservaban el orden del universo, al pasar por una de las estrechas calles, con el cortejo pomposo debido a su investidura, él, como todos, observaba por curiosidad entre la multitud, usaba sandalias rústicas, estaba sucio por el polvo, vestía una túnica de baratas pieles, y sobre el cuello, una gruesa cuerda de camello. En un repentino descuido, sin proponérselo, vio su rostro, y por una circunstancia inexplicable, ella volvió en el instante la vista y ambos se cruzaron en un momento que se ha vuelto eterno.
Fue aquel el inicio de la comunicación de dos existencias que comienzan. Ella lo recordó por varios días seguidos, como una imagen que generó una sensación profunda a pesar de la brevedad. En ocasiones, buscaba nuevamente su mirada en las celebraciones, entre la plebe que se amontonaba por saludar el paso de su beldad, su rostro no podría recordarlo con precisión, pero a través de sus ojos estaba segura que le sería reconocible.
Poco a poco, en el ajetreo de las ceremonias, la rutina de los compromisos de la nobleza, la ostentación del reino, la joven, sin detenerse a pensar en ello, creyó olvidar la mirada extraña, dulce y triste, profunda y enamorada que le pareció sentir pero que nunca terminó de comprender. Los compromisos asumidos por el padre, la terminaron casando con el hijo del rey de la ciudad vecina para que, al unir sus fuerzas y riquezas, pudieran, en conveniente alianza, expandir sus dominios, tal y como sería después, en el transcurso de los años y de las generaciones venideras, hasta llegar a las costas del Mediterráneo.
Él, no la olvidó nunca más. Desde la llanura social de hombre inculto, sencillo y pobre, pastor de ovejas ajenas, sin ninguna ilustración a pesar de su gran fortaleza espiritual, aquello no era más que una ilusión imposible, un sueño. Cuando ocurrió la extraña aproximación, no había cumplido los veinte años, quedó inquieto y conmovido, perdió la serenidad, y para recuperarla, se internó durante unos días en el desierto, como hacían los sabios, los profetas, los ancianos y los sencillos hombres de los alrededores, para que en la soledad y el silencio del desierto, sus dos grandes atributos, poder encontrar la solución. La respuesta llegó de una manera inusual, mientras caminaba bajo la aridez del sol, cansado y sin pensar en nada, sin más compañía que la angustia del alma, se comprometió a buscarla por siempre, percibió una luz repentina que le dio la esperanza, la certeza de encontrarla después y no renunciar a ella, no en esta vida en donde las circunstancias estaban marcadas y eran irreversibles, sino en las próximas en donde el porvenir podría recomponerlas y aproximarlas. Entonces se armó de toda la paciencia que le fue posible mientras respiraba con profundidad y llenando sus pulmones provocó un prolongado aliento que le alimentó de serenidad para ceder al tiempo su tiempo.
- Cinco o seis siglos después, precisamente en una pequeña ciudad de Líbano, nació un niño, hijo único de un próspero comerciante de lana que viajaba por el mundo conocido e inhóspito ofreciendo su producto. En uno de aquellos frecuentes viajes, mientras iba acompañado del niño de apenas once años, fue asaltado, despojado de todo el dinero y la mercancía, una parte de sus acompañantes murió por la espada despiadada de los malhechores, incluso el desafortunado comerciante, quien, a pesar de sus peticiones y ofrecimiento por salvar su vida y la de su hijo, en medio de la confusión, algunos, incluyendo al niño, fueron capturados y llevados por la caravana para obtener provecho adicional y ser vendidos como esclavos. La mercancía humana fue negociada, vendida y vuelta a comprar entre un poblado y otro, el comprador final del niño fue un visir musulmán, padre de tres varones y tres doncellas, todas ellas de encantadora belleza.
Al jovencito fueron encargados inicialmente, por su conocimiento de la lana desde muy temprana edad, el cuido de parte del rebaño de la familia que pastaba por extensos alrededores cuya vista se perdía en el horizonte. Permaneció muchos años lejos de la majestuosa vivienda de la adinerada familia, creció y vivió, envuelto en la tristeza de la esclavitud y el recuerdo de su vieja y casi olvidada comodidad de su niñez, en sus ojos y en lo profundo de su alma quedó marcada la huella de la desgracia y el resentimiento. En su silencio aguardaba lo desconocido.
Unos años después, por la necesidad de ampliar la construcción de la casa de los señores, como signo de la expansión de su poder y riqueza, trasladaron a parte de los esclavos desde distintas labores. Aquel joven inteligente, que para aquel entonces había cumplido veinte años, se incorporó a un trabajo distinto, aprendió con rapidez el oficio de albañil y de sus hábiles manos fueron saliendo de la piedra, los pórticos y las edificaciones que se levantaban desde sus cimientos.
Conoció más de cerca la vida de aquella familia y en uno de esos inexplicables momentos de los azares de la vida, se topó en uno de los pasillos, con la preciosa hija menor del Visir, la más sencilla e ingenua. Ella con el rostro cubierto, se ruborizó, sus ojos se posaron en los de él e identificó la mirada con claridad mientras algo desconocido penetraba en su corazón. Nadie dijo nada y ambos siguieron su camino. El silencio habló suficientemente claro para ambos. Sin decirse palabras se comunicaron. En la noche ella tuvo un sueño, era una princesa persa en el exilio, durante la noche, mientras dormía, un esclavo, con el mismo rostro, con la misma mirada vista el día anterior, velaba y cuidaba atento su sueño, entonces despertó, no sobresaltada, sino que profundamente sensible y ansiosa por volver a ver aquellos extraños ojos.
Se encontraron varias veces en circunstancias casuales, sus miradas duraron más tiempo, aunque permanecían en el silencio, la soledad y sin testigos. Un día él le dijo su nombre y origen, ella sonrió. Otro día ella le contó su sueño y él, al concluir, le dijo con brevedad, que la amaba. Se amaron entonces desde la distancia física y social. Ella le dijo es algo imposible, él le dijo, lo sé. Él comprendía que el tiempo no había llegado y que la vida, aunque los había aproximado, seguían siendo inamovibles las barreras.
Pasaron tres años, uno tras otro. Ella fue prometida en matrimonio según los arreglos y las costumbres, nada podía hacerse ante la soberana decisión. Ella, se lo contó llorando. Él la escuchó y lloró. Ella tendría que marcharse pronto, dentro de un año, al comienzo de la próxima primavera. Él dijo, vivamos el año, es lo único que nos queda, después, yo seguiré esperando. Se veían a escondidas. Un día ella se despojó del velo y le ofreció sus labios, otro día, su túnica calló a los pies y le permitió contemplar su cuerpo bronceado de sedosos vellos, había entre sus piernas un discreto lunar que identificó como su seña nunca más olvidada. Poco después, las cosas sucedieron como tenían que suceder. Se aproximaron en la atracción física de los cuerpos y las almas. Hicieron el amor aprendiendo a hacerlo, ella dijo que lo amaría siempre, él dijo que la amaba desde siempre.
Ella se fue, cuando llegó el tiempo de irse, nunca más, su amante ignorado supo nada. Él siguió viviendo sin ganas de hacerlo, simplemente por pasar la vida lo más pronto que fuera posible, hasta que un día, aún siendo jóvenes, al igual que ella, ambos murieron durante el mismo mes del mismo año en lugares distintos.
- Siglos después, volvieron a nacer en el mismo año en un mismo país. Con mayor proximidad, pero nuevas distancias de otro tipo. Sus actos no coincidieron plenamente en su momento. Era un mundo distinto al de los anteriores, cada uno ha sido y seguirá siendo diferente. Ahora en el hemisferio occidental y tropical, caracterizado por nuevas condiciones políticas, sociales y culturales. Ella estudiaba y él estudiaba con ella. Ella trabajaba y él trabajada distante a ella. Ellos se escribían, ambos se veían, él creía que ella lo entendía. Él comenzó a quererla, se lo dijo, y ella también parece lo quería, aunque no siempre lo expresaba y lo evadía.
Cuando se encontraron, ambos tenían compromisos previos, sus vidas corrían paralelas por rumbos distintos. Hubo miedo e indecisión. Después desconfianza e inseguridad, mentiras y excusas. Hubo en sus lenguajes claves, siglas y señas, voces y silencios, lugares, golpes de ventana y llamadas para entenderse entre ellos, aunque fuera a medias…
Él la buscó y esperó pacientemente, ella temía y huía. Él le pidió que se acercaran, ella se tomó su tiempo y el tiempo se fue extinguiendo porque seguía transcurriendo mientras tanto. Cuando él dijo que se podía, ella dijo que esperara, cuando ella estaba dispuesta, él dudaba, cuando ella no dijo nada, el siguió esperando y diciendo. Se acercaban y se alejaban, a veces uno, a veces el otro. Juntos estaban y también separados. Hubo actitudes y engaños, desencantos y reencuentros.
Sin embargo, se amaron a escondidas y se descubrieron. Hablaron, se besaron, se tocaron y se abrazaron, se escribían, leyeron, comieron y durmieron juntos, viajaron y soñaron. Hicieron el amor las veces que fue posible, se contaron historias, construyeron fantasías, explotaron de amor e hicieron lo que fue posible, al menos desde los sueños, en la imaginación y cuanto fue posible, en los hechos.
Descubrió entre sus piernas una marca. No recordó dónde la había visto antes, pero supo con la certeza que no requiere verificación, simplemente porque se sabe, que ya la conocía. La tocó con las manos y desde allí recorría su cuerpo cuando el tiempo y las circunstancias lo permitían. Besó sus piernas y la deseó por siempre. Ella a veces se escondía… A veces lo buscaba.
Las cosas cambiaron en momentos distintos. La proximidad fue mayor, las barreras no eran inexpugnables, los obstáculos superables, pero el tiempo se fue agotando porque suele determinar su propio ritmo, la indecisión atrasó las cosas, y finalmente, la oportunidad estaba enfrente, pero inconclusa e incompleta. Cuando ambos coincidieron los acontecimientos los envolvieron y empujaron en sentidos opuestos.
Él comprendía todo desde el principio, ella lo suponía, pero no lograba en su memoria de tiempos idos, articular la secuencia de lo ocurrido. Para ella las cosas habían sido menos profundas o en momentos distintos, para él eran evidentes porque las percibía. Él había sido quien la había buscado, ella esperaba siempre ser encontrada.
Él, un día no despertó. Estaba cansado. Después de leer un libro de los varios que acumulaba en su estantería, tuvo un sueño y decidió quedarse en el sueño soñando, soñar era su afición predilecta. Ella no supo más de él y siguió viviendo. No se despidieron, no hubo aviso previo ni se presentó la ocasión ni la siguieron buscando. La muerte llegó como suele llegar siempre, sigilosa, inesperada, repentina, oportuna y contundente. Nadie sabe qué pasó después con ella, pero, algunos dicen que vivió muchos años más hasta llegar sola a la ancianidad, nunca más lo olvidó, repasaba periódicamente las notas escritas y daba, de vez en cuando, una nueva vista a las fotos guardadas, comenzó a entender algunas tardíamente, los momentos coincidentes y los impedimentos, lo que fue la proximidad no aprovechada y lo que puede ocurrir después. Entonces, sin darle importancia a la vida que le faltaba por vivir, escribió parte de estas memorias, decidió confiar y esperar.
- Al igual que las estaciones del año, los puntos cardinales y los evangelistas del Nuevo Testamento que son cuatro, dicen que las vidas, como nuevas oportunidades, en la secuencia inagotable de la existencia del alma, también se pueden repetir hasta cuatro veces para hacer posible lo que parece imposible según la necesidad, persistencia y esperanza de las personas, según los avances que sobre un rumbo y un fin se logra en la precedente. Falta entonces esperar la cuarta ocasión para alcanzar el equilibrio necesario, la realización humana en su proximidad divina de la existencia más allá del espacio físico, en donde sólo el amor y la entrega son posibles.
El ciclo se cierra con las cuatro etapas, pasos o existencias para que, una vez concluidas, algo nuevo y distinto vuelva a comenzar en donde nada se destruye y todo se transforma.
Él la buscará en una nueva coincidencia, ella, como siempre, espera ser encontrada y esta vez tiene la certeza que no huirá. Cuando se encuentren, se darán cuenta, solamente por la mirada, que el momento ha llegado, podrán aprovechar, desde el principio y sin fin, la posibilidad de ser uno y no dos, desde aquella claridad ocurrida en el inhóspito desierto lejano, hasta esta nueva que está por llegar, nadie sabe cuándo, quizás unos siglos después, o tal vez, con esto de la aceleración de los tiempos planetarios, de un universo que se reordena y coexiste con todo lo que contiene, no hay nada más que esperar, apenas unas décadas en las imprecisas mediciones humanas, en un mundo donde el tiempo y el espacio son magnitudes relativas, circunstanciales e insignificantes.
Ellos están dispuestos a esperar cuanto sea necesario. Él ya la está esperando y ella llegará sin falta adonde tiene que estar para quedarse siempre.