KAWABATA EN EL JAPÓN DE ESPLENDOR Y TRAGEDIAS
El rostro de Yasunari Kawabata (Osaka, 1899 – Zushi, 1972) en la solapa de sus libros, muestra huellas del tiempo marcado por la tragedia personal; un hombre delgado, de fingida sonrisa, ojos fijos, rostro rígido y gris, con un cigarro en la mano y una soledad noctámbula que bajo su kimono oscuro y su frente amplia, se refugia en prolongadas lecturas y en la escritura, por donde vierte sus recuerdos, sueños y esas profundas contradicciones en la búsqueda de lo que no termina de saber y que encuentra en el suicidio con el que se puso fin para esperar, según cree, una próxima oportunidad.
Fue el primer escritor japonés en recibir el Premio Nobel de Literatura (1968). En su obra, habiendo nacido cuando Japón comenzó a abrirse a Occidente, se reflejan, aparte de la tristeza acompañándole desde la muerte de sus padres y sus seres cercanos, los resplandores de la escritura budista y la tradición medieval nipona así como las imágenes líricas y sugerentes de un despertar que no estuvo ajeno a las tragedias nacionales que van desde el terremoto de Tokio (1923) que devastó la ciudad, los estragos de la Segunda Guerra Mundial y las bombas atómicas en Nagasaki e Hiroshima (1945). Recientemente, cuando el país sufrió uno de los terremotos y tsunami más destructivo del siglo (11/3/2011) agravado por las consecuencias radioactivas de las plantas nucleares de la “modernidad”, vuelve en medio del duelo el recuerdo a través de los ojos de Kawabata, de su literatura y su contradictorio esplendor. Preserva en su cultura una forma de ser y hacer, que, a pesar de la influencia externa y global, sigue siendo insuficientemente comprendida en el pensamiento y la práctica de este otro lado del mundo, allá, el esplendor se ha ligado a la tragedia, resurgiendo como sol naciente después de la noche, la visión sobre la vida ha sido distinta y esa laboriosa, disciplinada y persistente nación, de rasgos imperiales actuales y ancestrales, saturada por la industria, la tecnología, la electrónica y el empuje económico capitalista, ha perdido el equilibrio, muestras signos de agotamiento o decadencia: “…hay cosas que poseen lo que se llama el paso del tiempo, una cualidad que se adhiere aun en las piedras” (1959).
Su obra intentó encontrar la deteriorada armonía entre el individuo, su entorno y la naturaleza, de ese vacío que yace dentro y afuera. Buscó la belleza y los vericuetos de la sicología humana, particularmente la femenina en medio de los simbolismos oníricos, autobiográficos, inentendibles e inconclusos a veces, escribiendo sus relatos breves en “Historias en la palma de la mano” (1923 – 1963). Reconoce “haber pasado mucho tiempo “interpretando los rostros ajenos”, luego de perder a mis padres y mi hogar cuando era un niño, y verme obligado a vivir con otros”. Desde sus sueños, aprendió a “Honrar a la mujer tanto como a la frágil vasija”. En “un mundo sin sonido”, conversa con el interior de una muchacha que bajaba sola por una colina. “Pon tu alma en la palma de mi mano, como si fuera una bola de cristal. Yo la bosquejaré con palabras” (La flor blanca, 1924). “Volveré a nacer como gorrión y me casaré contigo en mi próxima vida” (El arreglo de boda de los gorriones, 1926). El ser humano no puede vivir para hacer a otros infelices. Desde sus personajes femeninos “en sus delirios nocturnos”, acepta que “Era totalmente incapaz de soportar la soledad de permanecer despierta en plena noche”, se sentía “aplastada por el poder de la indignación y el resentimiento masculinos”. El otoño es el tiempo que admira y recrea en su poética narrativa, junto a los cerezos, las flores, el amor y las máscaras.
“La bailarina de Izu” (1925), son relatos autobiográficos donde vuelca la desilusión de sus primeros años, cuenta de una bailarina de encantador cabello y resplandecientes ojos oscuros en una casa de té. Recuerda a su abuelo decir: “He vivido una vida de lágrimas”, como revelación de los sentimientos heredados. “Mi padre murió cuando tenía tres años y medio y mi madre al año siguiente, por lo tanto, no recuerdo una sola cosa con respecto a ellos”, por el cambio frecuente de alojamiento, no conservó fotografías, el olvido lo condena. “Desde mi infancia, la compasión de quienes estaban alrededor de mí ha amenazado con convertirme en un objeto de lástima”. Divaga sobre la “lengua materna”. Afirma que muchas personas a pesar de vivir hablando otros idiomas y abandonar el de origen, “cuando estaban en el lecho a punto de lanzar el último suspiro, rezaban en su lengua materna”, es “un recurso de sostén emocional”.
Gabriel García Márquez, en su polémica y última novela “Memoria de mis putas tristes” (2004), cuenta la historia de un anciano enamorado de una adolescente en un prostíbulo. Algunos afirman que se inspiró en “La casa de las bellas durmientes” (1961) de Kawabata. Eguchi de sesenta y siete años se acuesta y contempla a una bella muchacha de cabello largo, desnuda y narcotizada, “convertida en juguete viviente”, era “una prostituta virgen”. Por ellas pagaban al entrar para verlas y dormir a su lado; los caballeros seniles decían que tenían sueños felices en aquel que no era un burdel ordinario, después de tomar el sedante que le proporcionaban. Ellas no sabían con quién pasaban la noche, ellos no podían hacer nada más que verlas, besarlas y tocarlas, esas eran las reglas. A pesar de la culpa sentida, volvió a asistir. Había pensado morir con el cuerpo de una muchacha en la cama, pensó en violar las reglas, se le ocurrió estrangularla para sentir su aroma; al fin tomó las píldoras y durmió, al despertar la joven a su lado estaba fría, no había hecho nada, pero había muerto, llegó la mujer encargada, pidió que guardara silencio; tal vez aquella joven era alérgica; sacó el cuerpo del lugar ofreciéndole siguiera durmiendo con la bella de al lado que estaba sola.
“Mil grullas” (1949 – 1952) gira alrededor del rito tradicional de la ceremonia del té. La narración fluye sin un plan preconcebido al estilo Joyce y Proust, incluso como Cortázar en Rayuela, en una lengua que tiene una particularidad para los hombres y otra para las mujeres. Las muchachas estudian para aquella ceremonia. Es un relato sensual y de remordimiento. En la ciudad de Kamakura, Chikako tiene una mancha como la palma de una mano que le cubre la mitad del pecho izquierdo, puede notarse en su kimono abierto; no se había podido casar por esa seña de nacimiento.
“Primera nieve en el monte Fuji” (1958), recoge una colección de relatos cotidianos de la postguerra japonesa, plenos de reflexiones sobre el ser, la belleza, el silencio y los sentimientos. “¡Qué seres tan raros son las personas!” Piensa en la muerte, en la herencia y la fragilidad de su cultura que “careció de arte esculpida en piedra”, en las culpas, la tolerancia, las imágenes bélicas, la oscuridad y el mundo perecedero que ilumina la luz de Buda.
En su discurso al recibir el Nobel reflexionaba: “El discípulo Zen se sienta largas horas en silencio inmóvil, libre de toda idea o pensamiento. Abandona su propio ser y entra en el reino de la nada. No es la nada o el vacío de Occidente. Es, más bien, lo contrario, un universo del espíritu en donde todo se comunica libremente con el resto, trasciende los límites, es infinito.” Insiste en afirmar que desde ese estado de meditación “el énfasis está menos colocado en la razón y el argumento que en la intuición, en la sensación inmediata”. Muestra una manera de pensar desde el lejano Oriente que asume desde su origen y difiere con el Occidente que le influye, transforma y quizás distorsiona, ¿habrá que volver al punto de partida?