TRAS LAS LÍNEAS DEL TEXTO DE FERNANDO SILVA
Es el ojo de uno / viendo al otro
y el otro / viendo el espejo.
Fernando Silva Espinosa (Granada, 1927)
De los primeros años de adolescencia recuerdo con agrado algunas obras de la narrativa nicaragüense, principalmente: El Comandante (1969) y De tierra y agua de Fernando Silva, Los monos de San Telmo (1963) de Lisandro Chávez Alfaro (Bluefields, 1929 – 2006) y Bananos (1942) de Emilio Quintana (1907 – 1971), a esos libros y autores, principalmente al primero y al segundo, debo en parte la cómplice afición por la lectura que se volvió inagotable, derivando en una irresistible necesidad interior por escribir como desahogo y refugio de placentera soledad. Con Lisandro Chávez conversé en varios momentos durante las últimas décadas, desde cuando lo encontré como embajador en Hungría (1989) y al final de sus días, comentamos sobre la obra de Umberto Eco a quien guardaba particular aprecio y de mi primera novela “Rostros ocultos”, permanecía agotado por los males que le aquejaban en un rincón ordenado de su casa en donde cuidadosamente guardaba papeles, libros, recibos y proyectos inconclusos. A Silva lo vi de lejos en los años ochenta, yo en mi ocupación de policía, y él en la de médico y escritor, después de breves encuentros durante los noventa, hace poco compartimos agradables momentos junto al poeta Luis Rocha en Extremadura, rodeados de árboles frutales y pájaros cantarines.
Cuando en los ochenta, por motivos de mi oficio, remonté las anchas aguas curvilíneas del San Juan, comenzando por San Carlos y pasando por Sábalos y El Castillo, al bordear la orilla del Gran Lago de Nicaragua desde Puerto Díaz en el departamento de Chontales, fue imposible no retomar las referencias que sobre estos paradisíacos lugares de agua, verdor, ganado, aves, gentes y anécdotas encontré en el cuento y la novela de Fernando Silva. Al ver entre la bruma desde San Carlos, el Archipiélago de Solentiname, vino a mi memoria Ernesto Cardenal; cuando me tomo un café caliente en una mecedora bajo la brisa y el murmullo del río, siento en el aire flotar, como un zumbido al oído, un poema de José Coronel Urtecho (Granada, 1906 – 1994), a veces asoma acompañado del vuelo de un Ángel, descubriendo que: “Por el mar se va al río… / Por el río al mar. / Y por el Mar al Sol” (Vuelvo al Mar, Ángel Martínez, Navarra, 1899 – 1971).
¿Sabe usted mi apreciado don Fernando Silva, cuantas huellas deja sobre el camino andado por estos ochenta y tantos años que en cada febrero ido y por venir agrega y conmemora nuevamente? ¿Qué puedo contar sobre usted quien surca sereno las cumbres del Mombacho y las hileras imponentes de Amerrisque, con sus años bien vividos, bien leídos y escritos con tan buena letra? Contemporáneo entonces, alcanzando similares horizontes con el sacerdote y poeta Ernesto Cardenal (Granada, 1925) y el maestro de generaciones Guillermo Rothschuh Tablada (Juigalpa, 1926) quienes hacen gala de la madura lucidez pensando, leyendo y escribiendo, y de paso, comiendo y bebiendo sin excesos.
Encontré en el estante de libros viejos de la casa de mi madre la novela El Comandante, leída por obligación escolar en el Colegio La Salle en 1974 y disfrutada como paseo dominical. Tiene pasta de cartulina celeste, descolorida, lomo raído, hojas amarillentas, manchadas, algunas despegadas, corresponde a la tercera edición (Pinsa, 1974, de 213 páginas). No se distingue con claridad en la portada y contraportada el dibujo de El Castillo sobre el Río San Juan ni del puerto lacustre de San Carlos del “Frankeslinie’s Ilustrated News Paper” de 1857 que Pablo Antonio Cuadra (Managua, 1912 – 2002) arregló. Dentro, las evidencias de la vieja maña, cada vez más asentada, de subrayar los libros y hacer notas al margen. Después de casi cuatro décadas no entiendo por qué marqué unos párrafos y no otros.
Leo parte de lo subrayado: “…-Y, ¿Cuánto tiempo tardó allí? – Pues poco tiempo. – Nada hizo pues? – Nada, más bien me parecía que estaba perdiendo el tiempo, y eso me aflige a mí, porque –pensé un ratito- viéndolo bien, dijo: el tiempo es el verdadero oficio del hombre”. Más adelante: “La lancha a media vela, arriado el foque y con la brisa nada más viéndose de costado. En el palo de proa uno con una palanca tanteando, porque hay bancos de arena que se forman solos; tal vez una corriente se viene y desmorona arriba, lo que hace que entre al lago un basural de troncos y también los ríos llenan y entran más agua a un lado y a veces eso hace que se tapen los corrales de piedras…. La Santa María cogía bajo cubierta, en la bodega, unas treinta reses y arriba de la cubierta unas diez más. Allí encima, las plantas se aguadean con la pateadera de las reses y corren verdosas y chirres, saliendo por los lados, que todo el tiempo van echando baldadas de agua… Sin vientos esas costas son aburridas… más plomizo se veía el cielo y así también, el agua; como negruzca… Ya de noche estábamos bajo las luces de Sábalo, nos fuimos acercando y buscando el lado del caño, porque el muelle queda alto para el bote… queda una lluvia fina como pelo de gato que moja el monte, … sobre esas hierbas de Cholcas que flotan como si fueran empanadas gruesas y enrolladas,… abajo el agua se mira verde porque hay lama espumosa como baba de árboles,… como un caracol que se despliega, la madrugada enseñaba lo de adentro, liso y tornasol,… Empezaba a verse más claro, la neblina pasaba encima como humo,…”
Volver a leer lo marcado despierta recuerdos pasados vistos con los ojos de ahora, como para Fernando Silva escribirlos significó revivir las imágenes de su infancia desde las riveras del San Juan donde trabajaba su padre como comandante de El Castillo. La imagen del Río y su Lago derivada en la lectura se fue haciendo idéntica a la que después vi con mis ojos, sentí la humedad abarcándolo todo y la claridad del sol que escondidito sale a hurtadillas a ratos mientras una nueva nube gris revienta nuevamente en un aguacero o una fugaz llovizna. Se ve en los ranchos, en las casas de tambo y en los rostros descalzos, el abandono y el olvido, el olor a fango, a flora y a fauna. El ruido del agua en los rápidos y raudales, el flujo y reflujo del caudal sobre su cauce es un murmullo que se suma al concierto de los peces y los pájaros, las ramas de los arboles azotadas por el viento, los animales del monte y los lejanos gritos de un pescador, orquestan una inimitable armonía.
En Policía, seguridad ciudadana y violencia en Nicaragua (Pavsa, primera edición, 2004) incluí al final de los ensayos recopilados, un Testimonio sobre la fundación de la Policía Nacional. Cuando fui enviado a Chontales, a lo que después sería la V Región a fines de agosto de 1979, escribí: “Llevaba únicamente una mochila con dos uniformes, una camisa y un pantalón extra, tres libros, dos de historia de Nicaragua, uno del profesor Ricardo Paiz Castillo (profesor de historia en el Instituto Pedagógico de Managua) y el tercero de cuentos creo de Fernando Silva…” (pág. 186). Realmente llevaba en la mochila junto a mis pertenencias necesarias, un ejemplar de El Comandante. El libro sobrevivió a las décadas de revoluciones, cambios políticos, sociales y personales, pasó de la gaveta del mueble del cuarto que compartía con mis hermanos, al estante de la casa de mis padres; ahora permanece en mi biblioteca acomodado entre otros títulos publicados por Silva, algunos de ellos: El Vecindario (Ediciones El Pez y la Serpiente, primera edición, 1976), Cuentos (Editorial Nueva Nicaragua, primera edición, 1985). ¿Qué pasó con la edición leída De tierra y agua (1965)? No tengo idea por donde habrá quedado.
Es don Fernando lingüista, poeta y cuentista, un narrador coloquial, de verbo cotidiano y tropical, muy nica; continúa escribiendo y dibujando sin pérdida de tiempo, con palabras y trazos, el agua y el viento, las costumbres y la gente, bordeando el lago y el río, navegando, pescando, platicando, charlando en una lancha, en la calle y en un bajareque… Arría el ganado, levanta la cosecha y se cuela entre los decires del pueblo urbano y rural, repitiendo sus “malas palabras” y sus elocuencias. Fue, como lo he confesado, el autor de dos de mis primeras lecturas escolares desde donde despertó curiosidades literarias, la imaginación sobre escenarios que ignoraba, los vericuetos del lenguaje y sus figuras, los nicaragüanismos –el español de Nicaragua, dirá con propiedad Francisco Arellano Oviedo- y la grandeza de la sencillez en la rutina platicada con fluida naturalidad.
El incansable y persistente don Fernando Silva, poeta y doctor, maestro y escritor, conversador, oidor y lector, publicó, por no dejar, 9 cuentos (Academia Nicaragüense de la Lengua, 2008); sobre lo que narra, según escribe en Boca de Sábalos: “Eso que está viendo es la vida… esa vida pues que ahí va y que, por eso, pues, cada uno tiene su historia”. Y él, las tiene, le sobran, por la intensidad y extensión de sus años, por la pulcritud de la mano que vibra cuando se inclina sobre el papel en blanco que espera ansioso ser llenado de signos, palabras y líneas, que van dibujando poco a poco escenarios, vivencias, sabores … Las cosas, dice en Lo mal habido: “son como las frutas, unas están verdes, mientras otras maduras ya están podridas”, unas ideas están listas para salir, otras ya han salido, las nuevas esperan su turno, para ser masticadas en el texto, que luce joven, fresco y saludable.
Es el tiempo una preocupación que distingo se esconde y descubre en la prosa y la poesía de Silva. El recuerdo, el porvenir, el momento cotidiano. En Versos son (Academia Nicaragüense de la Lengua, mayo 2001), escribe: “Tiempo que va y que viene / sin dar ni un solo paso, / como va un arete en la oreja / del viento”. El horizonte pasado se asoma delante, otro se extiende; la memoria despierta recreada en el presente, se reinventa… “un olorcito a tierra mojada, a algas de río y sopa de pescado con trozos de plátano para agarrar cuerpo, el sudor por la humedad tropical y ese sonido, el alegre pillar que distrae cuando los pájaros silvestres y libres, saltan a través de las páginas que van quedando y saliendo…” Decía mi padre Publio Bautista (Chinandega, 1927 – 2009), violinista, amante de la música clásica y sacra: “cuando se pasa cierta etapa de la vida, el tiempo sobra, solamente los recuerdos sembrados en el pasado te sustentan”.
En diciembre de 2008, en una de las ocasiones que visité a con don Fernando y a doña Gertrudis, su inseparable acompañante, como lo fue doña Julita para el nunca bien ponderado Josecito Cuadra (Granada, 1917 – 2011), escribió, al referirse a un estuche de madera labrada que le obsequié: “se trata de algo más que una pequeña cajita alajera donde pueden guardarse sueños encantadores y que resultaría ser en realidad como la mano viva de un ángel que guarda un pequeño pájaro rojo que canta sus trino en colores”.
Parte de mi generación, quienes éramos estudiantes de secundaria en la década del setenta, fue influida desde las aulas escolares por la prosa particularmente de los tres escritores mencionados al inicio, quizás alguno no se percató. Nosotros ahora al escribir, nos preguntamos, ¿quién nos lee? ¿Qué influencia tenemos sobre los lectores contemporáneos que leen menos los libros impresos y más las versiones electrónicas en un mundo que se debate entre lo global y lo local? ¿Quién escucha? ¿Qué comprenden del mensaje que en lo escrito dejamos?: “Fue agudo el hilo que trazó el sendero, / pasajero el rastro dejado, / cuando en la noche del ocaso dijo: / ¿Qué dejo ahora que parto?” (Bautista, Huellas del otoño, 2011). Las preguntas y sus respuestas no tienen importancia porque realmente lo escrito es esencialmente un acto liberador, es como el ave que al salir del nido se suelta libre para emprender el vuelo hasta encontrar refugio en alguna rama segura y continuar siempre después. Quizás el tiempo no nos recompense para enterarnos, ni siquiera para enmendar los errores pasados. Fernando Silva, tiene el tiempo preciso para percatarse de la profunda huella dejada detrás de las líneas del texto.