SANTOS según la fe y el poder eclesial
Hace nueve años fue mi último acto oficial como Director General (interino) de la Policía Nacional, visité, junto a miembros de la Jefatura la Nunciatura Apostólica, para firmar el libro de condolencias por el fallecimiento de Juan Pablo II, “el Papa Viajero”, quien, junto al “Papa Bueno”, Juan XXIII, fueron proclamados por Francisco, santos.
La santidad es proximidad a Dios por la vida ejemplar, reconocida como digna de imitar desde la fe cristiana y otras creencias. Sin embargo, la declaración de la santidad es un acto político, basado en el derecho canónigo, facultad del poder formal de la Iglesia Católica quien decide cómo, cuándo y con quien hacerlo, para la veneración de un universo de fieles que representan el 17% de la población mundial. La verdad es que no todos los reconocidos como santos por la autoridad eclesial en veinte siglos transcurridos son dignos de imitar, y muchos otros no reconocidos, desde el olvido o la tradición, son.
Juan XXIII, renovó la Iglesia abriendo sus puertas para ventilarla, acercó los ritos a la gente e identificó el camino a Cristo en la solidaridad y el compromiso social, con el discurso y la práctica incluyente y tolerante, comenzó a superar el trauma de condena y exclusión del Concilio de Trento (1563), arrancó un proceso profundo cuyos resultados faltan por lograrse, porque han sido parcialmente postergados, aunque Pablo VI continuó el camino del antecesor. Medio siglo después, agotado el proceso y el tiempo, sustentado y sereno para reconocer los méritos del hombre, el prelado y la consecuencia de sus actos, ha sido designado santo, sin que subsistan voces adversas ni argumentos que demeriten su huella ejemplar.
Apenas nueve años después, Juan Pablo II, alcanzó igual reconocimiento, sin que faltaran voces de reclamo, incluso dentro del catolicismo, por la celeridad del proceso, por las insuficiencias donde importantes opiniones y condiciones no fueron atendidas.
El ejercicio de su papado transcurrió en los conflictivos tiempos cuando la geopolítica mundial, de la que fue parte, replanteó el escenario global, los cambios en todos los ámbitos se aceleraron, seguramente hizo lo que creyó y pudo, consecuente con su pensamiento, actuó, se comunicó, condenó y absolvió. Cayó la teología latinoamericana, guardó silencio ante hechos que ameritaron condena, no se enteró de asuntos que debió dar cuenta. Su carisma fue instrumento para sus fines. Fue un Papa de su tiempo, despierta gran admiración, devoción y rechazo. Santificarlo tan próximo a su muerte, sin dejar que el tiempo aclare las dudas, es el acto político precipitado y jurídico que tiene propósitos, y cuya consecuencia asume el Papa actual, quizás para justificar lo que debe emprender en la necesaria y urgente renovación eclesial que carga culpas históricas y actuales, que contribuya a un mundo mejor, para continuar el Vaticano II, vigente y cercano, limitado por la costumbre, restringido por las circunstancias; estará por verse lo posible en la complejidad del poder y la fe.