El peso de la vida: redescubrir la verdad
“El que busca la verdad, tiene que empezar buscando dentro de sí” Sándor Márai
Pasé por Hungría en el verano de 1989, poco antes de la caída del muro de Berlín (9/11/1989), estuve allí un mes y quedé impresionado del encanto urbano, aristocrático, histórico y cultural de Budapest (1873), dos ciudades medievales, Buda y Pest, que capturaron la memoria en sus edificaciones y calles, separadas por el Danubio y unidas por ocho puentes, incluido el famoso Puente de las Cadenas (1838), -antes de piedra-, destruido por los alemanes en la II Guerra Mundial y reconstruido en 1949.
Fue en aquella época de apertura cuando en los quioscos de la capital húngara comenzaban a llegar libros y revistas de distintos orígenes, cuando se supo que un escritor nacido en Hungría, en la pequeña ciudad de Kassa -que ahora pertenece a Eslovaquia-, por el confuso e inestable proceso de modificación limítrofe que Europa sufrió en el siglo XX, Sándor Márai (1900 – 1989) acababa de quitarse la vida en San Diego, California (22/2/1989). Abandonó su país en 1949 con la llegada del régimen comunista y emigró para Estados Unidos; su obra fue prohibida en su lugar natal por lo que cayó en el olvido; fue uno de los más importantes exponentes de la literatura centroeuropea. Después de muerto, en los noventa, el escritor fue redescubierto en su nación de origen. Tuve la oportunidad de leer algunas de sus novelas que nos trasladan a la majestuosa Budapest y al entorno húngaro de primera mitad del siglo pasado. La comedia cinematográfica El Gran Hotel Budapest (2014), inspirada en escritos del austríaco Stefan Zweig (1881–1942), -nació súbdito del Imperio austrohúngaro; se suicidó en Brasil, adonde huyó decepcionado por la guerra que devastaba Europa-, recuerda relatos y circunstancias sobre el alma humana que también Márai logra expresar en el ambiente social, político y cultural húngaro, cuya validez trasciende fronteras y épocas.
Hablemos de dos novelas del interesante escritor húngaro. Recorramos Budapest, crucemos el lago Balaton (582 kms. cuadrados) –el mayor de Europa Central-, que sobre una barcaza, personas y vehículos pasan de un lugar a otro, mientras el traductor, el viejo Sándor, -cuyo impronunciable apellido se pierde en mi memoria hispanohablante-, un nombre común, como el del autor al que nos referimos, relataba fantásticas anécdotas de la noble y aristocrática Hungría…
La mujer justa (1941; original: Az Igazi y Judith), inicia en una tarde de Budapest, Marika Ilonka, relata a su amiga cómo descubrió al marido, que trataba de recuperar, entregado a un amor secreto. Una noche el marido, Péter Kovács, confiesa a su amigo cómo dejó a su esposa por Judit Áldozó, una campesina, la mujer que deseaba desde hace años y que después de casarse con ella, la perdió para siempre, tenía poco más de quince años cuando entró a servir en la casa de sus padres. La mujer posee una gran fuerza, es una mujer de verdad, sabe lo que quiere, él era fiel a la clase social a la que pertenecía, era un burgués, creía que el universo giraba a su alrededor. Judit, en una pensión de Roma, cuenta al amante cómo ella, una empleada doméstica, procedente del interior del país, llegó a trabajar a la casa de una familia aristocrática, en donde años después, se casó con el hijo de la señora, hombre mayor y adinerado, cuyo matrimonio, transcurridos tres años, sucumbió en el resentimiento y la venganza, quería descubrir por qué hay ricos y pobres. “Entre dos personas llega un momento en que ya no merece la pena sentir rencor. Y entonces te invade la tristeza”. Por los bombardeos, cuando los nazis volaron el Puente de las Cadenas al abandonar la ciudad, su casa fue destruida, ellos se encontraron y se saludaron por última vez, salían de entre los refugiados. Comenzaron tiempos difíciles para los ricos, perdieron la fábrica y él salió del país.
La felicidad resultó inalcanzable e incomprensible, descubrir la verdad fue una fatalidad que hizo insoportable sostenerse. “porque nadie es inocente y un día todos acabamos frente a un tribunal. Pueden condenarnos o absolvernos, pero sabemos que no somos inocentes”. La primera, aquella mujer que lo amó y que él no pudo amar por pensar en otra, esa era la mujer justa, aunque, a decir verdad, ¿existe el hombre y la mujer justa?, justa en el sentido de perfecta o perfectamente compatible, las ilusiones se desvanecen en la relación y el conocimiento de las personas, es la naturaleza humana, depende de las expectativas y percepciones, de la manera en que vemos a otros. “Simplemente hay personas, y en cada una hay una pizca de la persona justa, pero ninguna tiene todo lo que esperamos y deseamos”.
El último encuentro (1942; original: A Gyertyak Csonkig Egnek), es reencuentro de dos hombres mayores, de setenta y cinco años, quienes de jóvenes fueron amigos inseparables, se citan para cenar en un pequeño castillo de caza en Hungría, al pie de los Cárpados, después de cuarenta y un años y cuarenta y tres días, desde aquel 2 de julio de 1899, hasta ahora, en la noche del 14 de agosto de 1940.
Tenían diez años cuando se conocieron. Ambos estuvieron en la Academia Militar, dormían en camas contiguas. El padre de Konrád, viejo empleado del Estado y la madre polaca, melancólica, la familia vivía en una casa de aspecto pobre. El joven se refugiaba en la música, mientras Henrik no tenía oído suficiente para apreciarla, en casa no se hablaba de amor y siempre tuvo necesidad de amar; llegó a ser general, ha permanecido, entre las aventuras de su carrera militar y política, en su antigua propiedad, cuyas paredes capturan recuerdos, los cuadros y muebles guardan historias familiares, la foto de la esposa fue retirada del lugar. Konrad, separado de la carrera militar, viajó por el Extremo Oriente. Ambos han vivido a la espera del encuentro desde la repentina separación; guardan un secreto que el anfitrión quiere revelar. Es un duelo a muerte sin armas, con palabras, gestos y silencios, cosas que no se dirán y quedarán suspendidas y a partir de ellas, cada uno sacará conclusiones. Todo radica en el recuerdo de la esposa del general, Krisztina, quien murió hace veintiocho años, durante los últimos, el marido no volvió a verla, se alejó atormentado por la duda; los empleados dicen que solo preguntó por él en el último instante. En la casa, ha preparado con rigor la ceremonia, ha dispuesto la cena y lo necesario para el reencuentro, Nini, de noventa años, quien lleva setenta y cinco años viviendo en aquella mansión, fue nodriza de Henrik y continua como ama de llave, conoce los pormenores de la separación de los amigos, comprende las dudas que acompañan al hombre que sirve. Todo ha pasado, nada puede regresarse, el retrato de Krisztina fue colocado otra vez en su lugar. ¿La amistad es eterna o efímera, qué puede truncarla? ¿Hay traición o son las circunstancias son las que empujan a la separación y al desencanto? “El poder humano siempre conlleva un ligero desprecio, apenas perceptible, hacia aquellos a quienes dominamos”.
La prosa de Márai es exacta y fluye, asume propuestas morales y estéticas, tiene gran fuerza para encarar al lector y sus personajes con la búsqueda de la verdad, condición para liberarse, aunque sea insoportable y pesada. “Desde hace algún tiempo solo me acuerdo de lo esencial”, no se puede cargar con todo. Las cosas importantes no se pueden decir, cada uno tiene que aprenderlas por su cuenta. Puede ser que dejemos de creer en las personas, en el amor y la amistad. La realidad puede ser cruel, se supone o conoce, pero se prefiere obviar, hay que enfrentarla para soltarse definitivamente de ella.