Predominio de la cruz y la pasión
Cuando niño, en el barrio Cristo del Rosario -donde fui bautizado-, visitaba la parroquia del mismo nombre. Después, en la Colonia Centroamérica -donde recibí la primera comunión-, la Iglesia de Fátima; en ambas, un crucifijo con la imagen de Cristo doliente, ensangrentado, que me provocaba miedo y tristeza -después compasión-, dominaba el altar mayor. Con mis padres, en Semana Santa, íbamos a Chinandega para participar en la prolongada, solemne y multitudinaria procesión del Santo Entierro que pasaba sobre bellas alfombras de aserrín que decoraban las calles. Al inicio, percibía asombro y temor ante las adoloridas escenas; prefería no ver a los muertos en las velas para preservar su recuerdo en vida. Decidí no ver la película de Mel Gibson porque valoro que exacerba el sufrimiento de la pasión de Cristo.
El cristianismo prevalece en Occidente –en algunos lugares del mundo aún sufre persecución-, son muchas religiones, la católica es mayoría, un creciente número de creyentes se aglutina en numerosas denominaciones evangélicas. La cruz es el signo común cristiano desde el siglo IV, después que el emperador Constantino impuso el cristianismo como religión oficial del Imperio, como necesidad para unificarlo y tratar de salvarlo de la decadencia e inminente fragmentación.
No hay vestigios del uso de la cruz en los primeros dos siglos del cristianismo; era considerado método de tortura que provocaba una muerte dolorosa. El primer símbolo entre los cristianos en la época de percusión, fue el ictus (griego ichthys, pez): Jesús, Cristo, Dios, Hijo, Salvador.
En 313 se emitió el Edicto de Milán que ordenaba tolerancia a los cristianos. Fueron revocados los decretos anticristianos, devueltos los lugares de culto y las propiedades confiscadas; se relacionó a la conversión del Emperador por la “milagrosa intervención de Dios” en la batalla del puente Milvio, en la que derrotó a Majencio, apoyado por los “paganos” y aclamado emperador por un grupo de oficiales que no reconoció a Constantino. Según la leyenda, vio una señal: “In Hoc Signo Vinces” (“con este signo vencerás”: IHS), dijo que Jesucristo le ordenó usar un estandarte con el monograma griego XP (Cristo). Adoptó como símbolo el “Crismón”, formado por las dos primeras letras del griego X (ji) y P (ro), fue empleado en monedas y estandartes romanos. La cruz comenzó a utilizarse paralelamente como símbolo popular para referirse a los cristianos asumiendo que fue medio de salvación, “representa la victoria de Cristo sobre la muerte y el pecado y que, gracias a la cruz, venció a la muerte”; “árbol de salvación”. Como símbolo religioso es de tiempos anteriores al cristianismo entre algunos pueblos antiguos; puede considerarse casi universal. Muchas culturas la identificaban sagrada y relacionaban con adorar a la naturaleza.
La mayoría de los templos católicos tienen en el altar principal una cruz, y clavada en ella, la imagen impactante del crucificado. ¿Si no es la muerte lo que da sentido a la fe, porqué nuestros ritos, prácticas y tradiciones resaltan más el sacrificio y la cruz, y menos la resurrección? Cuando visité el nuevo templo de la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días (mormones; San Salvador), me llamó la atención que sus pinturas solo muestran a Jesús glorioso. En la Catedral de Managua hay una cruz con una escultura de Cristo victorioso con los brazos extendidos. Aprecio el crucifijo de la iglesia de San Damián (siglo XI), frente al cual ocurrió la conversión de Francisco de Asís; uno igual sobresale en la cripta del mártir salvadoreño Oscar Romero: un ícono de Cristo glorioso que superó la pasión.
Según el obispo emérito Mons. Hombach, el énfasis en la piedad y el sacrifico de Cristo, lo ha visto principalmente en Centroamérica, “la tradición cultiva esa devoción porque la ubica cercana a sus sufrimientos”. A veces se descuida el propósito esencial que sustenta la fe: la Resurrección, cuya celebración puede pasar desapercibida; nos angustia la muerte, pero descuidamos la vida que la supera. El cristianismo requiere revisar énfasis, ritos y símbolos, como parte de sus renovaciones necesarias, volver a la simplicidad profunda y comprometida, como los esperanzadores gestos del papa Francisco.