Textos y escritor controversial
“Muere autor envenenado por sus propias frases” Fernando Vallejo.
No conocemos a la mayoría de los autores de quienes leemos un libro –mejor no conocerlos-, solemos ver las referencias que sobre ellos publican en diarios, revistas o en las redes sociales –cada vez más influyentes-, nos dejamos llevar por las impresiones de otros, a veces por los premios que reciben, aunque tenemos que reconocer que ello, o por ser más vendido sus libros, no son mejores, depende de variadas circunstancias, es determinante el cabildeo y el mercadeo. Las preferencias son diversas, existen multitud de motivaciones, “para gustos los colores”, dice la expresión popular. No todas las publicaciones ni todos los escritores son para todos, es posible que un día llegue a nosotros “el libro” que buscábamos; libro y lector, felizmente se encuentran.
Hay buenos escritores que pasan en silencio y hay quienes, sin ser mejores, sus publicaciones abundan y circulan. Hay escritores moderados, de críticas y contenidos respetuosos y certeros, de aguda profundidad en sus textos y expresiones, hay quienes divierten y educan, imaginativos y consistentes en sus argumentos; también hay irreverentes, controversiales –depende en parte de los paradigmas del lector, la época y los lugares-, como Fernando Vallejo (Colombia, 1942), de quien leí Casablanca la bella (julio 2013), una de sus últimas novelas. El relato se refiere a una casa, no a una ciudad; dice haberla comprado en Medellín, Colombia, a ciegas, desde México, “bella por fuera, falsa por dentro”, adquirida por nostalgia porque estaba ubicada frente a la casa de su niñez que llamará, para no confundirla con la otra, “Casa loca”, porque era una casa de locos, y que “se hizo célebre por el homicidio que allí ocurrió, voluntario o involuntario, culposo o no, Dios sabrá, de uno de mis hermanos (veinte) muerto a mano de otro (dejándome diecinueve)”. Era “un manicomio del que me fui a los once años… Hoy mi casa, que quede claro, es pues Casablanca, no tengo otra, y me costó un ojo de la cara”.
Es una novela, no hay que cometer el error de confundir lo escrito con la vida real del autor, de quien sabemos poco, puede uno terminar creyendo que cada detalle o la trama general se refieren a él, que es autobiográfica, aunque tenga la costumbre de escribir en primera persona, aprendamos a dudar siempre de lo que un escritor cuenta y a creer un poco de lo que dice en la ficción. No caigamos en el extremo de pensar que no tiene absolutamente nada que ver con el autor. Ninguna de las dos afirmaciones es verídica. En la extensión del relato siempre van escondidas, a veces abundan o son escasas, incluso pueden tener sentido inverso, las propias experiencias y los puntos de vista del narrador. El escritor no es indiferente al texto, es su producto, se influyen, allí yace oculto con distintos matices, entre las marañas de la ficción literaria, tan flexible e imaginativa.
Vallejo se entromete en todos sus textos controversiales, con las exageraciones que le son inseparables, con los adjetivos iracundos e irrespetuosos contra cualquiera, contra las creencias, las religiones, el matrimonio, la sociedad, el poder, la política, la familia, las mujeres, los hombres… Dice Pedro Almodóvar que “Su ira explosiva es tan brillante…” y “divertida a veces, cruel casi siempre…” Su voz es personal y polémica, perturbadora y exuberante. Leerlo, resiente a algunos, hace reír a otros, nos reímos del dolor de otras personas, de la vergüenza ajena, la burla es humor, pero a veces daña, como la sátira en las caricaturas que pasan los límites y agreden a personas y grupos. Las palabras tienen un peso terrible, lesionan tanto o más que los actos, debemos medirlas. Vallejo no las mide, las deja salir y despliega en las páginas que redacta; llega un momento, por lo abundante, pesimista, ofensivo y pesado de los epítetos, que uno termina con vergüenza ajena o incomodidad propia.
Al conocer la casa comprada, “dentro resultó una ciudad perdida”. Lo estafaron. Prendió el único foco que había y no encendió, estaba flojo, al ajustarlo, saltó un chispero y se empezó a quemar, logró apagar el incendio “¡Qué estupidez haber comprado a Casablanca!”. “Toda precaución en Colombia es poca cosa”.
Entre la tormentosa jornada por reparar la casa, quejándose de los desastres técnicos y laborales, están sus comentarios: “… hace mucho que renuncié a Cristo loco y a su infame Iglesia y a su tartufo papa porque nunca han querido a los animales” … “los humanos son pestíferos: contagian la peste. No sé por qué los hizo Dios” … “Dios es un modus vivendi. Sin Él no comen” … “Medellín está cambiando. En los años que dejé de verla, que son los que llevan haciendo su obra de misericordia los sicarios, se volvió otra” …. “el hombre desde su más tierna infancia es una bestia de lujuria”. Aquí, “los únicos que no peligran son los muertos”.
Vallejo con frecuencia menciona algo de Nicaragua: “-Señor –le pregunté al chofer de taxi…- ¿qué habría preferido usted: conservar los ciento ochenta y cuatro mil novecientos cincuenta y nueve kilómetros de mar abierto sobre un océano de petróleo que acaba de perder Colombia en un laudo arbitral con Nicaragua, o la copa mundo? – Pues la copa mundo. – Y no perder en otro laudo arbitral con Nicaragua las islas de San Andrés y Providencia, ¿o la copa mundo? –Pues la copa mundo-…” ¿Cómo leen los colombianos esto? ¿Y los juristas en La Haya? ¡A destinar todos los recursos para la selección, para la próxima contienda de futbol!
“Y Cristina viuda de Kirchner? –Roba y gruñe, roba y gruñe, roba y gruñe. Es fea, fea, fea –lo dijo antes por indiscreción Mujica-. Estas viejas que le digo son de lo más dañino que ha parido la Tierra. ¡Degradan hasta la humanidad!”. ¡Qué manera de escribirlo! ¿Cómo suena al oído, como a la vista? Me estorba a mí que leo de lejos. “Y en Colombia el Estado está para atracar, no para regular. Y para emitir leyes. Putas leyes”. Derrumban casas, destruyen árboles, contaminan el ambiente…
Para burlarse cae en “mayusculitis”, usa en exceso los paréntesis. “Todo lo que tenga eñe en español es feo”. “A este idioma le sobran ocho letras y al hombre dos tetas”. Lleva inventariados en una libreta la lista de los muertos. “Vivo feliz anotando los muertos en mi libreta”. “Y no me vayan a decir pedófilo, que suena feo. Mejor pederasta. ¡Pero cómo llamar pederasta a un niño que practicó la caridad sexual con los ancianos! ¡Ese lo que es un santo!”.
Vallejo corre el peligro de tropezarse con su lengua –larga y sin pelos- o morir envenenado por la diatriba que desparrama (o vomita) en el texto. He pensado –no decidido-, que este será el último libro que lea del autor para prevenir la contaminación venenosa de sus palabras porque, como él pronostica, matan. No sé ustedes.