Armando Zambrana: historiar para enseñar
Homenaje de la Universidad Americana UAM al escritor y maestro. Armando Zambrana Fonseca en ocasión del Día Internacional del Libro
Voy por el mundo, en un camino de peregrinación
Rubén Darío, 1889.
Cuando tenía el monitor frente a mí con la página electrónica en blanco parpadeando y en mi memoria, las conversaciones con Armando Zambrana, las páginas de sus libros, las percepciones que guardo del hombre que le gusta escribir, hablar y recordar. No sé por dónde comenzar a compartir con ustedes lo que en la brevedad se puede decir sobre él.
El comienzo y desarrollo del relato será una decisión arbitraria que arranca de mi subjetividad, de los énfasis que percibo: “Soy –dice Armando-, ante todo, por vocación y oficio, maestro y escritor, o escritor y maestro, incluso, escribo con fines pedagógicos, para enseñar, eso ha sido el propósito en mi vida”. Escribir y enseñar, es una necesidad en la que su magisterio encuentra el espacio para compartir con la juventud en una época que es distinta y que evoluciona, pero requiere tener la capacidad de ver el pasado, vivir con responsabilidad el presente y proyectar con sensatez y optimismo el futuro. Todo período histórico tiene sus manifestaciones particulares, descubrirlas es el reto inagotable.
¿Qué decir de Luis Armando Zambrana Fonseca? Maestro, escritor, investigador, historiador, ex funcionario público, político, católico, … En la diversidad, cuyas facetas se integran ¿es posible separar cada una y dedicarse a hablar de ella, o mencionar a la persona, que ha tenido esas y otras experiencias?; existe un algo que sin saber con precisión qué es, vamos intentar descubrir, desde la distancia, por estar en ámbitos distintos que a veces se cruzan, y a la vez por la proximidad del aprecio al hombre que se revela íntegro y comprometido con franqueza en los propósitos en los que se empeña.
Escarba Armando Zambrana en la memoria colectiva, en la historia familiar y nacional, y en sus personajes, en donde encuentra, entre otros, a José de la Cruz Mena (Ruinas, mi incurable tristeza; 2006) y a Francisco Benjamín Zeledón (Benjamín Zeledón, sangre generosa, sangre de libertadores; 2009), esas novelas reconocen, es lo mejor que ha escrito. Escuchando y escuchando una infinidad de veces el vals Ruinas (1904), trata de entender a su autor y descubre su “incurable tristeza”. Cuenta lo que trasciende a las referencias y permite que la imaginación complemente lo que ignorábamos, y nos lleva de la mano en el relato, viviendo la época y comprometiéndonos con el texto que se nos vuelve irrenunciable hasta la última página.
Son ocho libros los publicados a la fecha. Hay al menos dos en proceso, uno bastante avanzado que se remonta después de la independencia de Centroamérica, explora los antecedentes del siglo XVIII y abarca hasta inicios del siglo XX, busca el pensamiento y la práctica del liberalismo en Nicaragua de 1821 a 1912, un ensayo histórico para tratar de esculcar y aprender de la historia, y el otro, algo que todavía le da vueltas en la cabeza y que quizás logre cuajar, sobre la vida de un reconocido personaje de León, llamado “San Mariano de Nicaragua”, Mariano Dubón, hijo de la hermana de Máximo Jerez, creador del Hospicio San Juan de Dios, principal promotor de la llegada de los Hermanos Cristianos de La Salle a Nicaragua en 1903, religioso comprometido, entregado a los pobres y a la santidad. En sus funerales en 1934 el sacerdote y poeta Azarías H. Pallais dijo: “El padre Dubón era santo en realidad de verdad. Aquí está el buen olor de su ungüento. Se ve y no se toca”.
Se me ocurre, después del recorrido de sesenta y cinco años, desde 1950, capitalino autóctono, preguntarle: ¿de dónde viene la inquietud por escribir, de escribir principalmente sobre la historia, lo que parece su pasión? Historiar para enseñar puede ser su síntesis vocacional.
El Zambrana, viene de Granada, llegaron de Cuba, dicen que eran sefarditas; monárquicos y conservadores. El Fonseca, es de Managua, liberales y radicales. En ambos, hay muchos lectores y escritores, contadores de historias. Esta mezcla, y las otras que se pierden por los apellidos que legalmente se asumen, van en sus venas, son herencia genética y cultural que se asimila en el consciente y en el inconsciente, por la tradición familiar y social, por las conversaciones con los abuelos, que ante el tiempo holgado que disponían, disfrutan contando a los nietos los recuerdos, mientras no se nublen y se muestren lúcidos y sorprendentes, vistos con la serenidad que sólo otorga la madurez. Es ahora también el placer más importante de Armando, disfrutar caminando con los nietos, curiosos e inquietos, habidos de aprender y preguntar, y él, el abuelo que asume el rol de maestro, va entre los detalles que revela la naturaleza, siendo consecuente con su nombre: “armando” las historias que comparte y que ellos, talvez no entienden, pero, al igual que en él, irán quedando guardadas para salir con claridad cuando el tiempo lo demande y las circunstancias lo permitan, cuando sean necesarias, para rescatar la identidad y el origen, para evitar la terrible amenaza del olvido, para encontrar en el camino de la vida, la simplificación de todas las cosas que a veces solemos complejizar sin motivo en el bullicio que nos absorbe.
Su abuelo materno, Fernando Fonseca Mora – Bengoechea, tenía, por el segundo apellido de la madre, origen vasco. Era un rebelde, estuvo al lado de Sandino, pero, desde su posición de liberal y radical, no compartía que el General dialogara con los gringos ni con Sacasa, vio aquel acto como traición; cayó preso. En la cárcel lo encontró casualmente Sandino que visitaba el lugar con un periodista español, cuando dio su nombre al extranjero, mencionó: “Fernando Fonseca Bengoechea”, el periodista supo del origen vasco igual al suyo, y por solidaridad de origen, abogó por el prisionero y lo salvó del seguro fusilamiento como la suerte que corrieron sus otros compañeros rebeldes e irredentos; lo exiliaron, regresó algunos años después, y en su vida silenciosa, compartió sus historias.
¿Cómo era de niño? Tuvo desde la edad de un año la ausencia de la madre, su progenitora Esther Fonseca Pérez falleció en 1951, dejó un vacío insustituible que quedó atrás y lo dejó solo con su padre, Luis Armando Zambrana Domínguez, de veinticinco años. Murió en 1988, sin recursos, sin la famosa librería Zambrana del barrio Santo Domingo que se vino abajo con el terremoto y se terminó de extinguir con la guerra, sin las fincas de café que fueron ocupadas en Niquinohomo. De él aprendió el interés por la lectura, que lo volvió, al igual que el padre, un asiduo lector y amante de los libros, siempre vivió entre los libros de la casa y los del negocio familiar, uno de los primeros que leyó fue la Divina Comedia de Dante Alighieri cuando tenía 7 años.
Era hablador y curioso, preguntador e inquieto, como muchos niños, cuyas necesidades de desarrollo y aprendizaje eran castigadas porque el sistema, tanto antes como ahora, castigaba –de diferente manera-, para someter y doblegar los comportamientos distintos, para amoldar el carácter a los esquemas que la sociedad y el medio imponen.
El primer grado lo cursó en 1957 en el Colegio Loyola, en el barrio Santo Domingo, donde vivió hasta el terremoto de 1972. Tuvo influencia de los jesuitas en la iglesia del vecindario desde su primera comunión y al iniciar la escuela. Del padre Yurramende, aprendió a amar a la Iglesia Católica, con su mensaje comprometido y motivador. Salió del Loyola, la profesora lo golpeó con una regla gruesa en las manos extendidas, simplemente porque lo vio mientras pedía al compañero de el pupitre vecino que le pasara un lápiz. Conoció sobre Rubén Darío gracias a la profesora Consuelo Fornos en la escuela Eva de Perón, por el parque Candelaria, en donde cursó el segundo grado. Estudió los otros grados de primaria en la escuela República de Chile bajo la dirección del profesor Julio Vásquez, lo expulsaron dos veces, pero concluyó la primaria. En 1965 entró al Instituto Pedagógico de Managua, con los Hermanos Cristianos de La Salle, fueron esos años de secundaria, vistos desde el tiempo recorrido, por los aprendizajes, las relaciones cultivadas, la inocencia entusiasta de la adolescencia y la identificación del rumbo a seguir, los mejores de su vida.
En el Pedagógico fue compañero, entre otros, de Cairo Amador, hermano de Carlos Fonseca, Luis Somoza Urcuyo, hijo del expresidente Luis Somoza, de Roberto Huembés, destacado militante sandinista muerto en 1976 y de Luis Carrión Cruz, comandante de la revolución sandinista y actual funcionario de la Universidad Americana (UAM). “Cairo, -piensa Armando- siempre fue un hombre solidario, Luis Somoza, era un joven sencillo y amigable que nunca ostentó del poder familiar, y los otros dos (Carrión y Huembés), eran los jóvenes más inteligentes que he conocido”.
Desde su convicción cristiana con visión de compromiso social, por la proximidad con sus excompañeros sandinistas, por sus antecedentes antisomocistas desde su participación en la masacre del 22 de enero de 1967 donde, con una pañoleta verde vio la represión de la Guardia Nacional, desde la simpatía por Agüero, cuando levantó la bandera opositora al régimen somocista, fue colaborador sandinista aunque nunca asumió militancia orgánica, participó con entusiasmo en el derrocamiento de Somoza y en el triunfo de 1979, sin embargo, desde 1981 comenzó a desencantarse por las cosas incorrectas que observó, percibió acciones arbitrarias contra gente inocente y cómo algunos buscaron provecho propio de los recursos estatales a su disposición.
En 1982 se incorporó al Partido Social Cristiano junto a Erick Ramírez y Agustín Jarquín. Al año fue Secretario General Adjunto y dos años después, Secretario General. En 1989 fundó el Partido Demócrata Cristiano, junto a su esposa Esmelda Parrales, Adán Fletes, Agustín Jarquín, entre otros. Fue parte de la Unión Nacional Opositora (UNO) y asumió como diputado en 1990 hasta concluir su período en 1995, cuando decidió abandonar desencantado la política partidaria para siempre. Aquella experiencia en el legislativo, a pesar de la satisfacción por ser uno de los promotores de la ley militar que contribuyó al ordenamiento legal de la institución castrense en Nicaragua, tuvo contradicciones con sus compañeros de bancada, mientras ellos abandonaban el hemiciclo, él permaneció discutiendo con los opositores sandinistas, entre quienes estaba el diputado Sergio Ramírez y Dora María Téllez, porque creyó que era necesario el diálogo y servir de puente para abordar los problemas que preocupaban al país. En sus trece años de militancia política “no encontró en los partidos a los que perteneció lo que buscaba para el bienestar del pueblo, no había proyecto para el desarrollo de la nación, todo parece que era para que sus líderes vivieran mejor”.
Del camino recorrido, si le tocara regresar y comenzar de nuevo, si estuviera por ejemplo en 1960 cuando cumplió diez años y reiniciar sus cincuenta y cinco restantes que ha recorrido, afirma que volvería a hacer lo mismo, no renunciaría a nada, solo evitaría una cosa: “volver a ser diputado, fue casi una mancha en el currículo que lo desencantó”.
El maestro de lentes, pelo corto y contextura sana, camina por las calles, visita en el Centro Comercial Managua la librería Rigoberto López Pérez de Aldo Díaz Lacayo, con quien conversa, desde el “foro de la controversia” sobre sus aficiones comunes y principalmente del placer de pensar y dialogar; usa el transporte colectivo, lleva sombrero por costumbre y para protegerse del inclemente sol que brilla sobre su frente amplia, disfruta la música suave que escucha cotidianamente, en la satisfacción de sus espacios privados después de haber pasado, a pesar de las dificultades, 43 años de casado, procreado cinco hijos que son profesionales y seis nietos. Todos ellos son los incentivos reales de la vida, una mujer que le ha acompañado en las buenas y en las malas, compartiendo las vicisitudes políticas y laborales desde 1972, cuando contrajeron matrimonio unas semanas después del terremoto.
Este hombre limpio, honesto y sencillo, que ha evadido tarimas y homenajes, cuya terquedad ablandó la madurez, que admira a Darío y esculca en su prosa y en sus versos, que escribió Antología del Pensamiento de Rubén Darío en 2001, Rubén Darío ¿místico? en 2009 y antes: Para leer a Darío, en 1998, que es un glosario básico, de cuya publicación Jorge Eduardo Arellano dijo: “hará más comprensible la poesía de Darío y más admirable el genio de su creador”, tiene un indisoluble compromiso de vida cristiana desde el catolicismo en el que realiza su fe y en donde ha sido predicador y ministro extraordinario de la comunión, asiste a misa regularmente los domingos con su familia, quiso ser sacerdote cuando estudiaba secundaria y seguramente, si no hubiera recorrido el camino que ha cruzado, esa sería la otra opción que lo hubiera satisfecho.
A pesar de la orfandad de la madre, su padre le dio su lugar, contó con su apoyo, afecto y compañía. El rumbo de la fe católica, la familia, los libros, la historia y la docencia, le dieron a su vida serenidad, provecho y sentido constructivo. Desde la oportunidad de escuchar las conversaciones de su padre con sus amigos obtuvo las ideas para escribir: “El ojo del mestizo y la herencia tropical” en el 2002, que es un ensayo sociológico y antropológico que estudia las expresiones artísticas y culturales de Nicaragua, de la danza, la música, los instrumentos, las canciones y el Güegüense, parte inseparable del mestizaje.
Los dos momentos más difíciles de su vida se vinculan al ámbito laboral, por la subsistencia. El primero fue en 1975, después del terremoto que afectó la vida de los habitantes de Managua, causó grandes pérdidas al negocio de su padre, y desempeñándose como docente, lo acusaron de antisomocista y lo expulsaron, quedó sin trabajo, perdió su casa en Bello Horizonte y se trasladó con su familia a un barrio popular de Granada, volviendo a comenzar sin nada, enfrentando con su esposa la pobreza.
La segunda fue al concluir la diputación que desempeñó entre 1990 y 1995, salió de la vida política y volvió a quedar sin trabajo, tuvo que vender el vehículo y una pequeña finca para comer y pagar la universidad de sus hijos, estuvo así tres años, hasta que en 1998 se reincorporó a la docencia en la que continua todavía.
He escrito para leer y comentar ahora, en un texto breve un recorrido largo, una experiencia que no se puede sintetizar en el tiempo disponible, ¿Cómo condensar 65 años en cinco páginas, o en veinte minutos? Darío recoge en “A. de Gilbert” (1889), refiriéndose a Pedro Balmaceda, el joven chileno, escritor y amigo, fallecido a los 21 años de edad: “Los nombres pasan y solo queda su obra, que es documento, que es un pedazo de vida”.
Pienso en voz alta sobre Armando, ¿le faltó el cálculo del empresario para hacer dinero o fue la adversidad de las circunstancias lo que lo impidió?; ¿le faltó el cálculo o la malicia del político para adquirir influencia y poder, o decidió no contaminarse con ella a pesar de sus halagos? Talvez fue su cálculo personal por la familia, la literatura y la docencia, que produce satisfacciones duraderas, aunque limitadas recompensas económicas.
El hombre es imperfecto, en él no faltan los defectos y a veces las virtudes se omiten u olvidan, yacen pacientes en silencio, convive en medio de ellas, tropieza, se equivoca, rectifica y vuelve a errar, no siempre tuvo ni tiene la razón, eso no se dice ni define, se aprende, se intuye; el éxito o la virtud está en seguir ante la adversidad, nuestra compañera inseparable.
Iba ahora a comenzar a contarles sobre lo que podrían ser sus equivocaciones o defectos, pero el tiempo se me ha ido, tendré que pasarlas por alto, seguramente habrá otros que tengan que hacerlo; he preferido señalar, para aprender, las experiencias ejemplares; a través de sus actos, del discurso y el texto que con tanta fluidez y buen ánimo expresa.
De Armando Zambrana, siempre habrá algo que aprender; él, como maestro y escritor que ahora además es abuelo, siempre tendrá algo que enseñarnos.
Muchas gracias.