Mons. Oscar Romero: trascendencia de la verdad
Los pueblos necesitan nombres, símbolos y referencias que los unan, pueden ser reales o mitos, para fortalecer su identidad y sentido de pertenencia. El Salvador tiene pocos. Incluso perdió su moneda, al Colón lo sustituyó el dólar, los salvadoreños tienen en los billetes imágenes y mensajes extranjeros, se perdió la moneda como medio de transmisión cultural, por una decisión político-económica (2001).
Los pueblos requieren renovar periódicamente sus símbolos, actualizar sus referentes, no solo anclarse en los antiguos, como Anastasio Aquino, líder indígena, los próceres de inicio del siglo XIX, como José Matías Delgado, José Simeón Cañas, Manuel Arce y otros, los participantes en la guerra de Centroamérica contra el filibustero Walker, el Gral. Ramón Belloso, sino también aquellos que como Francisco Gavidia, amigo de Darío, Claudia Lars, cercana a Salomón de la Selva, Salvador Salazar (Salarrúe) y Pancho Lara, autor de El Carbonero, considerado segundo himno nacional, han trascendido desde la literatura y las artes… Farabundo Martí, el legendario líder revolucionario que acompañó a Sandino en Nicaragua, cuya figura antimperialista rescató el movimiento guerrillero que gobierna como partido político.
Concluido el conflicto armado (1992) El Salvador enfrenta un complejo fenómeno de violencia de pandillas, una de las tasas de homicidio más altas de América Latina, que desgasta y estanca la convivencia y el desarrollo, tiene insuficiente consenso político-institucional para el abordaje sostenido e integral del fenómeno cuya causa radica en la desigualdad, la exclusión y los dramáticos daños humanos y sociales de la guerra y los modelos autoritarios.
Reconocer a Oscar Arnulfo Romero Galdámez (1917-1980) y ubicarlo en la vista mundial, es una necesidad para El Salvador y Centroamérica. No es casual que Barak Obama (2011) y el Secretario General de la ONU, Ban Ki-moon (2015), visitaran su tumba. Más allá de la decisión jerárquica eclesial de naturaleza jurídica, anunciada por el Papa Francisco desde el Vaticano (“es mártir: lo mataron por odio a la fe”), la beatificación del Arzobispo de San Salvador, asesinado mientras celebraba misa en la capilla del Hospital de la Divina Misericordia contiguo a su residencia, después de las 5 de la tarde del lunes 24 de marzo de 1980, es referente que trasciende a un grupo político, social o religioso, su mensaje y vida ejemplar, -superando los prejuicios-, contribuyen a la convivencia y a la paz social, fortalecen la identidad salvadoreña.
El domingo 23 dijo en su penúltima homilía: “…hermanos son de nuestro mismo pueblo, matan a sus mismos hermanos campesinos, y ante una orden de matar que dé un hombre, debe prevalecer la ley de Dios que dice no matar… ya es tiempo que recuperen su conciencia y obedezcan a su conciencia… en nombre de Dios pues, y en nombre de este sufrido pueblo, cuyos lamentos suben hasta el cielo cada día más tumultuosos, les suplico, les ordeno, cese la represión”. El mensaje reproducido por los diarios, fue leído por los autores del crimen quienes terminaron de precisar la ejecución. En un país y una Región en donde la violencia criminal tiene capacidad de ordenar la muerte, el mensaje de Romero posee vigencia y la trascendencia de la verdad…
Quienes tienen fe tendrán un ejemplo de vida a imitar, un mensaje que escuchar. Los creyentes de cualquier denominación: cristianos, judíos y musulmanes, reconocen que el Dios a quien se refiere, por quien ofrendó su vida, es el mismo, “es ante Dios, un mártir sin discusión, quienes han caído por la causa de Dios, están vivos”, dijo un imán marroquí en San Salvador. Cualquiera que crea en algo, en la dignidad de las personas, en la vida humana, en la paz…, identificará la fortaleza moral y espiritual del hombre cuya huella se agiganta.
El 23 de marzo de 2015, treinta y cinco años después del martirio –dos meses antes de la beatificación el 23 de mayo-, en el sótano de Catedral, en donde está la cripta con sus restos, hubo un sorprendente encuentro ecuménico en donde una asamblea de laicos y religiosos católicos, bautistas, anglicanos, musulmanes, judíos y de la Fe Bahai, reconocieron que en el mensaje de Romero “estamos unidos a un mismo Dios, vivo y verdadero, que está pendiente de las necesidades de los más vulnerables”. Desde la Fe Bahai: “se sacrificó para cambiar y traer los atributos del mundo de Dios”. Una religiosa reconoció: “unidos por la creencia en un Dios único, unidos con las personas de buena voluntad”. El pastor Bautista, en su predicación preguntó: “¿Qué dirán los que planearon su muerte, los que financiaron su muerte, los que dispararon y ocultaron a los autores, ahora que está más vivo que nunca, que ha vuelto en su resurrección? ¿Cómo cargan su culpa? Celebremos la bendición de su herencia”. Para un fraile franciscano: “Es el modelo del buen pastor que necesita este pueblo, nos deja su legado de fidelidad a Jesucristo, al Evangelio”. Mons. Urioste contó que una vez el Arzobispo lo llamó preocupado por lo que enseña el capítulo 25 del Evangelio de Mateo: “…Vengan benditos de mi padre… porque tuve hambre y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber,…”; dijo: “no sé cómo soy con los pobres, cuando nos presentemos al Señor, lo más importante es cómo fuimos con los pobres…” Un sacerdote, en su homilía concluyó: “Según el padre Ellacuría, con monseñor Romero, Dios pasó por El Salvador…”… Se quedó en San Salvador y Centroamérica, entre nosotros, desde la trascendencia del mensaje y de la vida consecuente; símbolo y referente; fe y pertenencia; desde el punto de vista que se vea, es innegable.