Arrastrados por la corriente
…me produce mayor satisfacción comprender a los hombres que condenarlos. Stefan Zweig
La breve novela Veinticuatro horas en la vida de una mujer (1929) del escritor austríaco Stefan Zweig (Viena, 1881- Brasil, 1942), es un interesante relato que se refiere a dos mujeres que se dejaron llevar por sucesos que llamaron su atención y en los que, sin oponer resistencia, fueron imprudentes y lo arriesgaron todo. Con frecuencia juzgamos desde nuestra posición, creencia, prejuicio y época sin ponernos en el lugar del otro, sin entender el punto de vista ajeno, sin comprender los conflictos personales que condicionan la vida y las decisiones, algunas asumidas sin reflexión, por un impulso de fuerza impredecible que fue alimentado por lo que ignoramos.
Refirámonos primero al autor, doctor en Lengua y Literatura Romántica (1904), “nació en un imperio grande y poderoso” que “ha sido borrado sin dejar rastro”, -la monarquía de los Habsburgo-: “soy un ser de ninguna parte, forastero de todas; huésped, en el mejor de los casos”. Dice: “he perdido a mi patria propiamente dicha, la que había elegido mi corazón, Europa, a partir del momento en que esta se ha suicidado desgarrándose en dos guerras fratricidas”. Europa fue tema central de su vida, tenía marcado ideal pacifista, sus libros fueron prohibidos en la Alemania nazi (1936), y tras el inicio de la guerra, se trasladó a París y después a Inglaterra, en donde obtuvo la nacionalidad británica. En 1940 partió para Brasil. Hundido en la desesperanza buscó huir de la incomprensión humana que se manifestaba en la confrontación bélica y se suicidó junto a su segunda esposa Charlotte Altmann, en Petrópolis, Brasil, 1942.
En la nota de despedida escribió: “Antes de abandonar esta vida por mi propia y libre voluntad, quiero cumplir un último deber: quiero dar las gracias más sinceras y emocionadas al país de Brasil por haber sido para mí y mi trabajo un lugar de descanso tan amable y hospitalario… el mundo de mi lengua madre ha perecido por mí y Europa, mi hogar espiritual, se destruye a sí misma… Mis fuerzas están agotadas por los largos años de peregrinación sin patria. Así, juzgo mejor poner fin, a tiempo y sin humillación, a una vida en la que el trabajo espiritual e intelectual ha sido fuente de gozo y la libertad personal mi posesión más preciada.”
La novela parte de lo ocurrido en una casa de huéspedes de la Riviera. Un joven llegó en el tren del mediodía, alquiló una habitación; poseía una “belleza llena de simpatía”, dos horas después, jugaba tenis con las dos hijas de un acaudalado fabricante de Lyon, Annette y Blanche, de doce y trece años, mientras la madre, madame Henriette, contemplaba sonriente. A eso de las once de la noche, quien narra la historia, escuchó una inusual agitación en el hotel. Huéspedes y personal de servicio estaban nerviosos: “Madame Henriette había salido a dar un paseo habitual por la terraza de la playa y no había vuelto aún”. El marido salió con una carta en la mano: “¡Es inútil buscar! ¡Mi mujer me ha abandonado!” Corrió la voz que “aquella madame Bovary de tercer orden”, se marchó con el joven francés. Bastaran dos horas en la terraza cuando tomaron el café para que aquella mujer decente, de treinta y tres años, abandonara al esposo y a sus hijas para seguir al desconocido.
Lo ocurrido generó diversos comentarios. La psicología femenina –también masculina- es difícil de juzgar, “una mujer, en determinada hora de su vida, contra su voluntad y la conciencia de su deber, se halla indefensa frente a fuerzas misteriosas”. Entre ellos estaba la señora C, de sesenta y siete años, reservada, “anciana dama inglesa, de blancos cabellos y gran distinción”, “la presidente de honor de nuestra mesa”. Ella preguntó: “¿Una mujer puede lanzarse inconscientemente a una aventura repentina?”. El hombre dijo: “no quiero juzgar ni condenar”.
A partir de aquella plática, hubo entre el narrador y la señora cierta cordialidad, solían encontrarse. Ella, antes de partir, decidió contarlo todo: “no hay nada más insoportable que pasar toda una vida con la obsesión de un solo punto, de un solo día de existencia”, es por “haber obrado mal en una única ocasión. Pero no podemos librarnos de eso que, con expresión bastante vaga, llamamos conciencia”. Fueron solo veinticuatro horas en una vida de sesenta y siete años. “Toda la gloria y toda la eternidad están en nuestra conciencia”, escribió Darío (El canto errante).
A los dieciocho años conoció en un salón a su marido, tuvieron dos hijos, murió inesperadamente veintitrés años después, quedó sola, huyó de la sociedad. Después de dos años de luto, sin objetivos en la vida, llegó a Montecarlo, concurrió varias veces al Casino, le agradaba observar las fluctuaciones de alegría y consternación de la gente. Para la señora C, la soledad era su compañera, cada día era igual al otro. Cautivó su atención un joven de veinticinco años, quien ansioso lanzaba desesperado los dados y volcaba su energía en el juego. “Me sentí maravillada de aquellas manos extraordinarias y únicas”. El jugador, después de perder todo, abandonó el lugar afligido. El rostro reflejaba “en forma tan abierta y tan impúdica la pasión y el instinto”. La mujer intuyó que el joven pretendería quitarse la vida. Decidió seguirlo. Le inspiró compasión, no estaba enamorada, pero tuvo curiosidad. Llevaba un revólver en el bolsillo. Le habló. No tenía casa, se fueron a un hotel desconocido. Le dio cien francos. Dijo que el dinero no significaba nada, que iría a la sala de juego.
“De cuanto ocurrió en la habitación durante la noche me permitirá que no le hable; yo no he olvidado un solo segundo aquellas horas…”. En el lecho, junto a un hombre desconocido, “no experimenté más que un deseo: el de morir”. “todo había sido un azar, una embriaguez, el arrebato de locura de dos seres que desvarían… Si aquel hombre me hubiera abrazado y pedido que le siguiera hasta el fin del mundo, no habría vacilado… como acaba de hacerlo madame Henriette…” En la sala de juegos él dijo que se fuera, se sintió como prostituta. Salió en tren para París, a una pequeña población donde nadie la conocía. Después supo que el muchacho se suicidó. La noticia “me proporcionó cierto placer, por cuanto con ella desaparecía todo temor, el temor de encontrarme nuevamente con él”.
Profundamente agradecida se levantó, dio por concluido el relato, sólo quería desahogarse, que alguien escuchara la confesión pendiente que la quemaba. Las personas necesitan ineludiblemente contar, es preciso sacar las palabras para evitar que vuelvan inútiles los años y exploten dentro.
De similar naturaleza es la sentencia que asumió el jugador suicida y trece años después el escritor, por distinta motivación. La mujer que abandonó a sus hijas y al marido y se fue con el joven desconocido, y la señora C quien se dejó llevar por el impulso; los cuatro, tres personajes y el autor, tomaron decisiones trascendentes en un instante, alguno más consciente que otro, arrastrados por la corriente que no pudieron evitar.