Adicción y confesiones
La única oportunidad que tuve de fumar marihuana, fue en la noche del 20 de febrero de 1978, estábamos, amparados por la oscuridad y el silencio, en un callejón de la Colonia Centroamérica, junto a un grupo de jóvenes sandinistas organizados para derrocar la Dictadura Somocista, preparándonos para realizar una propaganda armada en ocasión del 44 aniversario del asesinato de Sandino. Teníamos unas pocas armas cortas y bombas de contacto, volantes y pintura para marcar los muros con mensajes alusivos. Uno de los compañeros, inesperadamente, a pesar de la prohibición expresa de la organización, sacó un papel delgado y transparente, y colocó hierba, lo enrolló y encendió diciendo: “para agarrar valor”, inhaló un sorbo y lo pasó a otros. Éramos, si mal no recuerdo, once, algunos optaron por probarlo, otros nos abstuvimos, no solo por la prohibición, sino, por convicción personal. Durante varios años me preguntaba, ¿cómo será? la curiosidad vino después, pero con los años, se extinguió y hoy no tiene ninguna consecuencia, pasó. La mayoría de aquellos y otros compañeros y amigos no cayeron en la trampa, conozco de algunos que entraron por curiosidad en ese peligroso laberinto y no salieron, supe que uno murió hace poco en un estado deplorable, intoxicado por el alcohol y las drogas, se contaminó, no sólo con aquella hierba natural y menos dañina, sino con las otras que inundan nuestras sociedades y frustran la existencia de muchos jóvenes.
Aunque se piense que el problema de la droga y sus consecuencias es nuevo, tenemos que reconocer desafortunadamente que no es así. Hace poco leí un libro, el más famoso del escritor, periodista y crítico británico Thomas de Quincey (1785 – 1859), titulado Confesiones de un inglés comedor de opio (1821), que recoge con franqueza sus “memorias espontáneas y extrajudiciales” –tal y cómo las recuerda-, en la incursión, avance y lucha posterior por salir de la adicción. Escribe “los dolores” y “placeres del opio”. Reconoce que la droga, le calmaba el dolor, elevaba su sensibilidad e imaginación, “presumía de ser un filósofo: en consecuencia, la fantasmagoría de sus sueños”, pero le traía profundos malestares hasta que logró vencerla, fue: “¡temible agente de placeres y sufrimientos inimaginables!”.
Cuenta que en el otoño de 1804 recurrió a ella por recomendación de un conocido de la universidad de Oxford para calmar los violentos padecimientos reumáticos en la cabeza y en la cara que con frecuencia lo molestaban y que atribuyó a la costumbre de niño y adolescente, de lavarse la cabeza con agua fría al menos una vez al día. En la tienda “el boticario le vendió la tintura de opio como se la podía haber vendido a cualquier otra persona”. Fue “una desesperada búsqueda por huir de la cotidianidad”, pero cada vez fue subiendo la dosis hasta llegar a consumir “miles de gotas de láudano diarias”, en “un interesante viaje”. Cuenta: “era frecuente que los sábados por la noche, después de tomar opio, me echase a caminar sin fijarme en la dirección ni en la distancia, hacia los mercados y otros lugares de Londres”.
Amaba apasionadamente los libros, pero ahora no podía leer ninguno. Ansioso por superarse pensó en las labores literarias como fuente de ingresos. En sus desventuras juveniles padeció pobreza y hambre. Pide del lector en su relato, indulgencia, para que no es escandalice demasiado por lo que cuenta. Padeció de irritación en el estómago, de un estado de angustia, transpiraciones fuertes, “conflictos de horrores”, su salud se deterioraba, “todo lo que yo invocaba y dibujaba en la oscuridad mediante un acto de voluntad se transfería a mis sueños”, hasta que “desperté forcejeando y grité: “¡No dormiré más!”. Parecía imposible librarse del hábito de consumirla diario, hasta que se impuso al percatarse que “la profunda melancolía se asentaba en mi cerebro”. Finalmente afirma: “Triunfé: pero no creas lector que con ello acabaron mis sufrimientos, ni me imagines sumido en un estado de depresión. Cree más bien que ya habían pasado cuatro meses y aún seguía agitado, adolorido, tembloroso, palpitante, deshecho…”. Concluye: “mi caso demuestra…, que después de usar opio durante diecisiete años, y abusar de sus poderes durante ocho, todavía es posible renunciar a él…”; agrega: “sufrí los tormentos de un hombre que pasa de una forma de existencia a otra”, pero a pesar del tiempo transcurrido, “no todos los males han partido; mi sueño sigue siendo tumultuoso”. Allí siguen irremediablemente las consecuencias, el daño causado…
¿Cuántos conocidos, personas cercanas o lejanas, -no solo probaron droga por curiosidad o travesura, para imitar al grupo o mostrar un falso valor a la par de otros-, fueron atrapadas por la fantasía, la ilusión y el placer temporal, por evadir las penas o calmar los dolores, todo lo que en apariencia traen las drogas para envolverte, antes de desatar las terribles, progresivas y duraderas tempestades?
Aquí, en nuestras latitudes, la droga que circula es principalmente la marihuana, el crack y la cocaína, algunos recurren al Floripón, cuyas flores y hojas pueden tener efecto tóxico y alucinógeno, y otros productos sintéticos y adulterados, altamente adictivos y dañinos. A fines de la década del setenta, vi en el recinto central de la Unan, -antes que la Revolución de 1979 erradicara ese comercio ilícito que se apoderó de uno de los pabellones universitarios-, en frasquitos de Gerber, una ensalada de “hongos alucinógenos”, que después conocí en estado natural, en los primeros meses de la fundación de la Policía de Nicaragua, cerca de Puerto Díaz, Chontales, en la costa N.E. del Lago de Nicaragua.
Las drogas lícitas e ilícitas frustran y destruyen numerosas vidas, desperdician capacidades, dañan a uno y a otros, hunden en la inconsciencia y ahogan el tiempo de cada quien que se esfuma. La fe, la familia y el amor… son los grandes alicientes que pueden despertar y desarrollar en las personas la fuerza interior para derribar esta dependencia que lleva a la decadencia y la extinción… “Si tienes un porqué, encontrarás el cómo”, escribió en su libro El hombre en busca de sentido (1946), el neurólogo y psiquiatra austríaco, sobreviviente de los campos de concentración nazi, Viktor Frankl (1905-1997).
Hace dos siglos, Quincey enfatizó con firmeza, algo que seguro muchos han logrado y otros se encaminan con decisión hacer: “luché con religioso celo por librarme de esta sujeción fascinante y que, después de mucho, he conseguido lo que jamás oí decir de nadie: desatar casi hasta los últimos eslabones la maldita cadena que me oprimía”. Agrega: “El resultado no fue la muerte sino una especie de regeneración física y puedo añadir que, desde entonces, he sentido restaurarse en mí fuerzas más que juveniles…”