Buscando el silencio de Fátima, en Portugal
A principio de octubre de 2002, después del congreso en el que participaba en Portugal, recorrí las calles del centro histórico de Lisboa, caminé a orillas del río Tajo, por la avenida Infante Dom Hernández; percibí, entre la modernidad y las facciones coloniales, la herencia árabe, Recordé la novela Historia del cerco de Lisboa (Saramago, 1989), cuando, en su viaje a Tierra Santa, -por un cambio del editor-, los cruzados no liberaron la ciudad controlada por los moros. Tuve la impresión que el pasado quedó atrapado en el ambiente arquitectónico, en el aire que sopla hacia el mar y desde el río, en los olores marinos y de los edificios, a veces agrios y mohosos, en los colores veteados por las luces del día y en las sombras que la noche proyecta. Había magia y encanto, misterio y decadencia, como la que percibí, años atrás, en Budapest. Encontré la iglesia de San Antonio de Lisboa (de Padua), con una pequeña capilla donde nació el santo franciscano de la Orden de Frailes Menores a fines del siglo XII.
El Memorial del convento (Saramago, 1982), me llevó a Mafra, a 40 km. de la capital, en donde en el siglo XVIII, el rey Juan V de Portugal, erigió un gigantesco convento franciscano. El escritor cuenta el tormentoso proceso de construcción de esta monumental obra de la arquitectura lusitana. Llegué a través de una estrecha carretera que cruza varios pueblos pintorescos. Desde una banca en la plaza frente al monasterio, aprecié las huellas imponentes de la historia. Después, recorrí los alrededores y entré…
Viajé a la famosa freguesía portuguesa (distrito) de Fátima, a 128 km. de Lisboa, que recibió su nombre por la ocupación musulmana de cuatro siglos (711 – 1147), Fátima az-Zahra (la luminosa), hija preferida de Mahoma, transmisora de la sucesión consanguínea del profeta. Sorprendente: la mujer más apreciada por los musulmanes, dio nombre al lugar y a la advocación Mariana que los católicos más reconocen durante el último siglo. En Cova da Iría, Fátima, municipio de Ourém, está el venerado Santuario que conmemora las seis apariciones y el mensaje de la madre de Jesús a tres humildes pastores (13 mayo – 13 octubre 1917), hace cien años, pocos meses antes del fin de la Primera Guerra Mundial.
Al bajar del bus, deambulé por los contornos. Agobiaba en los accesos del santuario, la abundancia de negocios en locales y aceras, con suvenires e innumerable variedad de objetos religiosos y diversos, y lugares para comer y beber. En la amplia plaza sentí un respiro. Había poca gente. Aquel rincón olvidado del mundo, gracias a aquellos acontecimientos, cambió su apariencia y la ocupación de su gente. Percibí la mezcla de comercio y devoción, de curiosidad y misericordia, de fórmulas mágicas y fe. En la plaza, la capilla de las Apariciones, el recinto de Oración y la Basílica, veo rostros de diverso origen. Unos de rodillas, otros encienden velas y oran en voz alta o en silencio. Decidí calmar la curiosidad de observar y traté de silenciar mi mente. Cerré los ojos, no pensé. A veces, cuando razono, no comprendo, por eso intento recurrir al vacío, al difícil “vacío iluminador”, dicen los budistas. Preferí no cuestionar lo que no entiendo, pedí experimentar la fe serena y la paz que el lugar transmite. Sentí, como quien prueba con el dedo la miel, un suspiro… Llevo aún su sabor…
Al leer La caravana pasa (Darío, 1902), encontré un artículo que refiriere las dudas sobre los prodigios en Lourdes, hablaban de milagros y del agua: “hay en todo eso un designio particular de Dios que nosotros los hombres ignoramos”; agrega, según una entrevista: “Roma, que desconfía mucho del milagro de Lourdes, quiere valerse de él para prolongar por más tiempo su dominio en el mundo”. Expresa: “el fenómeno de Lourdes es espiritual en el fondo, busquemos, pues, su explicación en el sentido espiritual que encierra, en el espíritu es donde hay que buscar las causas…”.
Lo mismo podemos decir de Fátima. No entendemos cómo desde un lugar insignificante, ante personas comunes, se ha provocado un gran impacto esperanzador en el siglo XX, a pesar de las tragedias de la guerra, los desastres naturales y las múltiples exclusiones, en la era atómica, de la electrónica, la información y la exploración espacial. Una fuerza sobrenatural, prevalece y transforma, rompe la lógica humana. El misterio de la Virgen no ocurre afuera. No es lo imponente del Santuario, ni las pomposas celebraciones, ni la eufórica multitud, ocurre dentro, en el sencillo silencio de cada quien.