¿Dónde se construyen los sueños?
¡Los sueños se construyen en el baño! Insinúa el escritor francés Eric Marchal (Metz, 1963) en su novela histórica: Allí donde se construyen los sueños (2016). Aunque, según mi experiencia, se comienzan a elaborar –cuando enciende alguna chispa que los activa- en la calle, durante las rutinarias caminatas matutinas o vespertinas, según sea posible. Vos ¿dónde construís tus sueños? Otros me han dicho: en la cama, -no piensen otra cosa, ¡mente traicionera! (aunque todo es posible)-, antes de dormir o al despertar, incluso confiesan que las ideas y decisiones que llevan a grandes proezas o determinan las encrucijadas de la vida -como quieran llamarlas-, han surgido en un vehículo, cuando manejan o viajan, en la mecedora o hamaca de la casa, ante un incidente inesperado, bajo la lluvia o en la inclemencia del sol, cuando leen un libro, ven una película, escuchan una charla o participan en una conversación… Por lo tanto, la conclusión es, -quizás coincida con ustedes-: “cualquier lugar es posible para construir los sueños”, todo depende de uno, cada quien puede estar en cualquier parte. La diferencia la hace el soñador y no el lugar ni el tiempo en dónde esté. Lo común e indispensable es el silencio y la soledad, no el bullicio, la multitud, ni la perturbadora contaminación mental y social que nos aturde.
El libro que referí, mezcla la ficción y acontecimientos históricos, políticos y científicos ocurridos en España y Francia, en la Alhambra, Granada, y París. La pasión por volar un enorme globo que alcance la mayor altura y realizar mediciones meteorológicas por el astrónomo francés Clément Delhorme, personaje de novela, y al Ing. Alexandre Gustave Eiffel (1832-1923), cuya obra más conocido, la Torre Eiffel, lleva su nombre, identifica a París y es símbolo de Francia, declarada monumento histórico nacional (1964) y Patrimonio de la Humanidad (Unesco, 1991).
El célebre constructor y empresario, cuyas edificaciones notables se preservan en distintos lugares del mundo, cayó en desgracia por el escándalo de corrupción o malos cálculos financieros en la frustrada obra del Canal de Panamá (1880 – 1889) que lo salpicó (aunque fue absuelto). El contrato era de la compañía de Ferdinand de Lesseps (Francia, 1805 – 1894), quien antes desarrolló con éxito el canal de Suez.
Para la Exposición Universal de París de 1889 fue presentado dos años antes el proyecto de la enorme torre de trescientos metros, la mayor altura de una edificación en aquel tiempo. La diseñaron los ingenieros Koechlin, Nouguier y Sauvestre, y fue construida en el Campo de Marte como proeza de la ingeniería de fines del siglo XIX por la compañía de Gustave Eiffel (1887-1889): “La torre no solo sería su obra maestra, sino que haría de ella un símbolo inquebrantable”. Aquella idea atrevida resaltaba los avances de la arquitectura francesa frente al mundo, en el contexto histórico y político del régimen republicano, inestabilidad y reformas sociales, cuando comenzaba la Tercera República Francesa (1870-1940) y Estados Unidos emergía como potencia en América al concluir la Guerra de Secesión o guerra civil (1861-1865) que unificó a la incipiente nación imperial que pretendía expandirse al mundo.
Unos años antes (1886) era inaugurada en la isla de Manhattan la Estatua de La Libertad que se convertiría en símbolo –quizás contradictorio por la historia de intervenciones transcurridas- de la creciente urbe norteamericana: Nueva York. Era obra del escultor francés Fréderic Auguste Bartholdi. La estructura interna fue diseñada por Eiffel. Pasados cincuenta años fue declarada monumento nacional de Estados Unidos (1924) y un siglo después, Patrimonio de la Humanidad por la Unesco (1984). Aquel monumento, regalo atrasado de Francia en la conmemoración del centenario de la independencia norteamericana (1776-1876), tuvo detractores en ambos lados. Hubo incomodidad de los franceses por la posición de Estados Unidos a favor del imperio alemán en el conflicto por los territorios Alsacia-Lorena. Ante la falta de fondos oficiales, más de cien mil donantes hicieron posible la hazaña; fueron superadas las objeciones técnicas por la persistencia de sus creadores y el posterior apoyo político obtenido.
El octogenario narrador y poeta más grande de Francia, Víctor Hugo (1802-1885), a quien el novelista ubica en la contemplación de la obra arquitectónica que viajó a Estados Unidos, expresa: “esta obra tiende a algo que he amado siempre: la paz”.
“Si lo sueñas, es posible” dice la frase del empresario y productor de cine Walt Disney (1901-1966), y otra: “Piensa, sueña, cree y atrévete”. Eiffel es un creador que se atrevió y pudo, la energía que puso en el proyecto lo hizo posible. Cuando se habló de la torre, inaugurada el 31 de marzo de 1889 (altura 300 metros, más una antena, alcanza 324 m.), la estructura más alta del mundo hasta 1930, la crítica la descalificó. Numerosos arquitectos, políticos y personajes de la época dijeron que sería una “inútil y monstruoso torre”, “odiosa columna taladrada”, “andamio”, “clavo en medio de la ciudad”, “estructura inconclusa”, “trasto espantoso” … Muchos anunciaron tragedias: que se iba a hundir por estar a orilla del Sena, que el río podría ser sacado de su cauce, que se vendría abajo antes de concluirla, … Los impulsares persistieron, y a pesar de la oposición política inicial, incluso del primer ministro de Francia, Pierre Tirard, quien, como la mayoría de los franceses, al ver erigida la enorme torre, percibieron su esplendor, superaron los prejuicios y comenzaron a aceptarla como símbolo nacional.
Para Eiffel la gloria fue efímera –aunque imperecedera-, después de recibir grandes honores, el golpe moral por lo sucedido en Panamá limitó el disfrute del éxito. Sin embargo, en la monumental edificación quedó su nombre, símbolo de persistencia y de hacer lo imposible.
En 1888, mientras en París la torre estaba a medio camino de imponer la hazaña arquitectónica, al otro lado del océano, en Chile, un nicaragüense, Rubén Darío, publicaba Azul…: “mi amado viejo libro, un libro primigenio, el que iniciara un movimiento mental que había de tener después tantas triunfales consecuencias” (1913), hazaña literaria que iniciaba, contra todo pronóstico, un proceso renovador en la lengua española, el Modernismo, movimiento libertario que inauguró y cuya fuente de inspiración estuvo, en parte, en Víctor Hugo. En El viaje a Nicaragua (1907-8), Darío reconoció que “Víctor Hugo escogió al Momotombo, entre todos los volcanes de América, para hacerle decir los maravillosos alejandrinos de su Leyenda de los siglos”. El joven poeta, al enterarse del deceso del maestro, escribió: Víctor Hubo y la tumba (1885), una estrofa del poema refiere al volcán nicaragüense cantado por el ilustre escritor:
Momotombo caduco, ante la Tumba exclama:
“Soy el viejo coloso que bajo el cielo brama;
en el centro de América, atalaya avizor;
Víctor Hugo ha cantado mi alto nombre y mi fama,
y aquí estoy con mi tiara de sombras y de llama,
sintiendo en mis entrañas de la lava el hervor”.
En París, Eiffel erige una torre que representará a la Ciudad de las luces y al país, a Nueva York –“la ciudad del dólar”, “la babélica”, según Darío- viaja una estatua de paz y libertad que anhela no ser traicionada, Víctor Hugo cierra para la inmortalidad su majestuosa obra literaria, mientras Rubén Darío, a pesar de lo improbable, inaugura, desde la periferia política, económica y cultural, un movimiento literario renovador que se impuso en la lengua española.
La historia narrada en la novela de Marchal se desarrolla en dos épocas, 1863-1889, y 1918. Esta última, en España, vinculada con el reencuentro con el pasado, coincide con la letal pandemia de gripe que diezmó a la población después de la tragedia de la Gran Guerra Europea; la procesión de Corpus Christi ha sido suspendida, en las ciudades y pueblos se extiende la peste durante casi dos años… Quizás como ahora en el mundo, un fenómeno viral de mucho menor letalidad y rápida transmisión que superaremos y con el que tendremos que aprender a vivir, “agravado en la modernidad virtual” por la “peste mediática” de desinformación y manipulación con inciertos intereses que genera la “epidemia inducida del pánico” e impone, en el desconcierto, lo irracional…
¿Dónde soñaron ellos sus sueños? No importa dónde. Lo soñaron, lo creyeron, se atrevieron e hicieron posible. Los sueños no se construyen de la nada, son consecuencia de la dedicación, requieren acción persistente.
Visité Francia en el verano del año 2000, al fin del siglo XX y del segundo milenio de nuestra era. Después de caminar sin parar por las calles de París y de ascender la famosa Torre atestada de turistas, contemplé la ciudad. Después, sentado frente al imponente monumento, tomé varias tazas de café y conversé con unos amigos de la policía francesa. Recordé al poeta, narrador y cronista Rubén Darío, nuestro compatriota indispensable, en su visita en 1900, un siglo atrás, enviado por La Nación de Buenos Aires, en ocasión de la Exposición Universal de París, cuando subió las cansadas escalinatas. Fue su primer arribo a la ciudad que tanto anheló conocer. Escribió en Peregrinaciones (1901): “Visto el magnífico espectáculo como lo vería un águila, es decir, desde las alturas de la torre Eiffel, aparece la ciudad fabulosa de manera que cuesta convencerse de que no se asiste a la realización de un ensueño”. Aquellas tazas de café no solo fueron la más caras que he pagado en mi vida, sino las más placenteras y prolongadas por los recuerdos ante la necesidad de perennizar la ocasión.
Cada quien es dueño de sus propios miedos, de los sueños soñados y pospuestos… ¿Qué y quién apaga los sueños? No lo permitas, los sueños se alimentan y fortalecen, se emprenden, o se extinguen en el olvido. En cualquier tiempo y bajo cualquier circunstancia, sin contaminarse por limitaciones imaginadas o impuestas, la crítica destructiva, el miedo que inmoviliza, el desánimo y la desesperanza que alimentan la impotencia. En nosotros reside la fuerza que puede hacer posible cualquier propósito. Caminemos, enrumbémonos hacia él en el tiempo que nos toca.