PANDILLAS, CRISIS DE IDENTIDAD Y VIOLENCIA
Muchos de quienes hemos pasado los cuarenta, fuimos de una manera diferente, pandilleros, en su grupito de muchachas y muchachos se participó en la revolución, tertulias musicales, deportivas, pasando el tiempo, se provocó desorden e inventó el mundo… El ímpetu juvenil, se volcó en ilusiones y desconciertos, desde el estigma de ser jóvenes, salió la rebelión, y de los setenta y ochenta, se manifestó una generación, que es distinta a la siguiente, porque las épocas son siempre distintas. Fue una identidad positiva en las condiciones de la adversidad.
En la década pasada y la presente, las pandillas existen, bajo nuevos códigos, signos y prácticas, contradictorias e inciertas motivaciones, se busca la identidad, la pertenencia a algo, la integración que les permita ser, expresarse, evacuar las energías en esas edades inquietas y cambiantes. En un contexto electrónico, indirecto, virtual, intangible, mezclado de lo global y neoliberal que nos rodea, donde la identidad es múltiple y heterogénea, donde todo se mueve rápidamente, evoluciona con inusitada prontitud y nos llegamos a preguntar bajo la “incertidumbre” que unos llaman “posmodernistas”, a eso algo que viene después que no sabemos qué es y ni siquiera lo sospechamos ¿Quién somos? ¿De dónde somos? En numerosos jóvenes de hoy, esas preguntas son agudas e incisivas; hay lenguaje, comportamiento, música, intereses y manifestaciones culturales que no entendemos y percibimos ajenos, entre una generación y otra, apenas separadas por dos o tres décadas, se ha perdido el contacto para entendernos, nuestros convencionalismos son diferentes, los rasgos de las identidades requieren con urgencia acercarse.
En el Norte de Centroamérica se habla de la MARAS, un agravado fenómeno social y organizado, plagado de mitos y estigmas, que provoca y es producto de la violencia, algo a lo que el poder político, económico, policial, militar y delictivo le puede atribuir las culpas de todos los males, algo a lo que la percepción social necesita condenar y exterminar. ¿De dónde vino ese nombre? El poeta chinandegano Franklin Sequeira, dice que “supuestamente lo tomaron de una hormiga guerrera de África, las Marabuntas, que arrasan con todo”, pero también, desde la Biblia el significado de “mara” es de “amargura” (Éxodo 15:23): “llegaron a Mará, pero no pudieron beber de sus aguas porque eran amargas. Por esto se llamó Mará, esto es amargura”. En Rut 1:20: “…ella les respondía: ¡no me llaméis Noemí, sino llamadme Mará!; porque el Todopoderoso me ha llenado de amargura…” Es un problema transcultural (separación y expulsión migratoria) y contradictorio desde lo local y la herencia sociocultural, una mezcla indescifrable de no saber quien se es con propiedad, la urgente, desesperada y amarga necesidad de pertenencia e identidad, resentimiento y desarraigo, seguridad buscada en controlar un barrio para agredir y protegerse, romper el orden impuesto, sentir el poder en una interioridad desnaturalizada, porque la globalización se interesa ahora por el valor de cambio, todo es mercancía, se generan necesidades crecientes y artificiales que no pueden ser satisfechas, es la imagen lo que importa, no los hechos ni la utilidad.
Estos grupos, de maras o pandillas pueden ser catalogados como comunidades urbanas con necesidades afectivas, en busca de sentido en sus vidas bajo contextos de marginación y escasas oportunidades para quienes se ven motivados a integrarse. No son homogéneas, se estructuran bajo patrones jerárquicos cambiantes en una gran variedad de formas y en donde algunos tienen diferente jerarquía grupal. Sus integrantes, mayoritariamente varones, suelen salir de un entorno familiar problemático de violencia intrafamiliar, madres solteras, que, en el caso de Nicaragua, en donde el fenómeno no se ha desarrollado como en Honduras, El Salvador y Guatemala, estas mujeres continúan siendo aliadas importantes para desmovilizarlos e influir en los jóvenes dado que el vínculo afectivo maternal no se ha perdido. Las autoridades policiales y judiciales, los medios de comunicación, tienen un enfoque frecuentemente sesgado sobre los grupos y los muchachos que consideran “pueden integrarlos”. Es un error confundir y arrastrarlos por la coerción institucional y mediática hacia la respuesta violenta. Hay miles de jóvenes, que por el hecho de ser distintos no son delincuentes, que, por reunirse y expresarse, no son “pandilleros” en el sentido negativo. La reacción contra ellos, cuando se les considera “potenciales delincuentes” suele ser arbitraria, generando un espiral de desconfianza que desemboca en violencia. La “violencia barrial catalogada de sucia, popular y general” puede evolucionar para ser “selectiva, limpia y organizada”, disfrazada y descompuesta, desde el poder excluyente puede ser también sistemáticamente ejercida. En Panamá, Costa Rica y Nicaragua, el problema es local, menos organizado, aunque también con manifestaciones peligrosas. En los tres países del Norte, en donde casi la mitad reconoce que ejecuta asesinatos por encargo y que grupos organizados “los contratan”. Las maras (particularmente Salvatrucha y M18), con sus acciones agresivas, marcan el territorio, promueven el sentido de lealtad e identidad mediante símbolos, lenguaje y tatuajes, imponen miedo y se vanaglorian de aparecer en los periódicos y la televisión como una “imagen a temer”. Según el estudio “Maras y pandillas en Centroamérica” (Demascopía, marzo 2007), participan en actividades delictivas de: cobros de protección, robos, tráfico de armas, consumo y venta de drogas, peleas entre mareros.
Dada la naturaleza distinta del fenómeno que se presenta entre los países centroamericanos (Norte y Sur), el abordaje requiere ser distinto. Evidentemente no es sólo “policiaco”, debe ser social e integral. El programa de prevención y reinserción desarrollado desde la Policía de Nicaragua y formulado entre 1999-2002, ha sido relativamente exitoso aquí, pero no necesariamente lo será en otro lugar actuando sobre un problema de características distintas. Las experiencias no pueden ser copiadas, hay que asimilarlas a las realidades locales. Las crecientes manifestaciones delictivas en Nicaragua, la sensación de inseguridad y desconfianza, el incremento de los delitos comunes, los brotes de pandillas en algunos barrios, las acciones de la delincuencia organizada transnacional e incluso la violencia social y política cuyos efectos se agudizan durante las campañas electorales, obligan a pensar en la urgente prevención socio-estatal amplia e incluyente. Es evidente la necesidad de promover desde las máximas esferas, una cultura de tolerancia, solución pacífica de los conflictos y diálogo, combinado con la atención a los profundos desequilibrios socioeconómicos que son el natural caldo de cultivo de la violencia.