Principio, decadencia y gloria de Darío
“¡No me creas muerto / que soy de los inmortales!” Medardo Mejía (Honduras, 1907-1981).
Está por irse 2016, año del centenario del fallecimiento de Rubén Darío (febrero 1916), está por llegar 2017, que conmemora 150 años del nacimiento (enero 1867). Al morir, era imposible el silencio y la indiferencia ante las consecuencias de su vida; nacer, el acto inicial de existir, solo fue sabido por las personas más cercanas, su madre, la partera y los vecinos de la rural Metapa, en conocidas e improvisadas circunstancias en las que, por las adversidades de origen, inauguró su existencia, “su dramática vida”, escribió Edelberto Torres; fue: “abismo y cima”, tituló Torres Bodet, y él reconoció que tuvo, desde la ficción, en El oro de Mallorca: “espíritu inquieto y combativo, vida agitada y errante”.
Han sido el período que fenece, y deberá ser el próximo, oportunidades para aproximarnos y repensar a Darío, actual e inagotable. Juan de Dios Vanegas, rector de la Universidad de León, dijo en el Ministerio de Instrucción Pública, en el 25 aniversario de su muerte (1941): “Los pueblos que saben admirar están llamados a ser grandes, porque el don de la admiración viene de lo alto y presupone el de saber sentir y el de saber comprender”.
En el principio hay una pregunta necesaria: ¿qué ocurrió en León que produjo a Darío? En la casa de su tía abuela, doña Bernarda y del coronel Félix Ramírez, sus padres de crianza, se formaban diario tertulias en donde asistían políticos, militares e intelectuales, amigos, vecinos de León y de otros lugares, liberales y unionistas. De ese tradicional encuentro de debate y reflexión, de complacencias culturales y conspiraciones, hay referencias, desde 1844, por el historiador de Masaya Francisco Ortega Arancibia, quien dice que, cuando estaba sitiada la plaza de León por el general Malespín, en la casa de doña Bernarda se discutía sobre la defensa por los coroneles José María Valle, Bernabé Somoza y otros, acompañados de cantos y guitarra.
El niño, unas décadas después, desde ese círculo de controversias, se despertó y cultivó el germen del conocimiento, del debate revolucionario de la época: político, literario, académico y científico, aprovechando su memoria privilegiada y su inteligencia natural, que como sabemos, no tiró a la basura, sino que hizo fructificar con creces a pesar de sus fragilidades; la genialidad literaria convivía con el hombre ingenuo, siempre niño. En León de fines del siglo XIX, hubo efervescencia intelectual, se alentó un pensamiento liberal y crítico, la universalidad y la Universidad influían en el entorno, a pesar de la tradición colonial y clerical, hubo novedades, en el ambiente; la música, los libros y la poesía deambulaban en la ciudad letrada que se disputaba con Granada la hegemonía política e intelectual.
Tuvo inquietud de ver más allá del espacio urbano y nacional, en buscar los centros intelectuales de los que oía hablar. Aprendió a escuchar, lo empujaron a leer, lo motivaron a soñar y meditar en la convulsión de su agilidad mental y avidez por descubrir y aprender. Apreció música (tuvo en León un acordeón, y en Europa, un piano), comenzó a desarrollar desde temprano su agudo oído musical que tantos beneficios le trajo en la innovación literaria modernista, que asumió persistente desde temprano como su destino.
Vale recordar a Darío en noviembre, mes emblemático en su vida. El 11 de noviembre de 1891, nació en San José, Rubén Darío Contreras, su primogénito. Tuvo tres retornos, el primero de gloria y otros dos de decadencia. El 26 del año 1907, volvió a Nicaragua, después de quince años de ausencia, fue un recibimiento apoteósico, dijo en su autobiografía: “Como para hacerme olvidar antiguas ignorancias e indiferencias, fui recibido como ningún profeta lo ha sido en su tierra…”. El 12 de noviembre de 1914 llegó enfermo a Nueva York procedente de España, para emprender una utópica campaña pacifista que no prosperó, enfrentó en soledad el frío neoyorquino. El 26 de noviembre de 1915 retornó a Nicaragua de Guatemala, después de siete meses como huésped de Estrada Cabrera, “en busca del cementerio de su pueblo natal”, para yacer en la Catedral, desde el 13 de febrero de 1916, pasada una semana de excesivas honras fúnebres por las que habría que pedirle perdón.